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"En la sombra de un trono, incluso la luz más brillante se desvanece."


Soy una princesa, y soy una desgraciada.

Sé que puede resultar difícil justificar cómo pertenecer a la familia real puede ser motivo de desgracia, pero tengo cientos de razones que lo explican. Tantas, que no me daría tiempo a contarlas todas antes de que comience la gran ceremonia en honor a la muerte de mi padre.

Aunque parezca increíble, mi vida no se convirtió en una pesadilla con la inesperada muerte de mi padre, sino mucho antes.

Creo que debo remontarme a unos doce años atrás, cuando el Eldara, aún era mi hogar, y cada habitante de este castillo era parte de mi familia. Siempre fui la favorita de los sirvientes, de los guardias y de los mensajeros de mi padre. No era una sorpresa siendo la más pequeña de la familia real, aunque mi hermano mayor, Elion, siempre fue el favorito de mamá.

Mamá... Hay momentos en los que debo esforzarme por recordar su sonrisa, el brillo cálido de sus ojos avellana y su voz suave que me arrullaba hasta el sueño. La enfermedad se la llevó, y con ella, arrasó medio reino. Esa plaga nos atacó sin previo aviso, arrebatándome lo que más amaba en este mundo.

Papá hizo todo lo posible para que Elion y yo lo lleváramos lo mejor que pudiéramos. Y, sinceramente, parecía que el tiempo hacía su trabajo; aunque nunca la olvidamos, el dolor empezó a desvanecerse poco a poco. El reino se recuperó, la gente retomó sus vidas, y ese nubarrón negro que nos había aterrorizado por tanto tiempo desapareció. Pero, para mi mala suerte, no tardó en regresar. No como una nube oscura, sino en carne y hueso.

Mi padre se volvió a casar años después. Supuestamente, Iryna debería ser mi madrastra, pero ese título le queda grande. Ella llegó a nuestras vidas para trastocar todo, poniendo patas arriba nuestra familia. Desde entonces, cada rincón de este castillo dejó de sentirse como mi hogar. Y tras la muerte de mi padre en la batalla contra los rebeldes del reino de Mirel, todo se convirtió en una auténtica pesadilla.

Elion no dudó en huir en cuanto tuvo oportunidad. Me prometió que volvería a por mí.


El eco de mis pesados pasos resonaba en los pasillos del castillo mientras me acercaba a la puerta de la sala de reuniones. La madera oscura, tallada con intrincados dragones y escudos, crujió cuando cedió ante la mano del guardia, dejando escapar una corriente de aire gélido que invadió la estancia. Al cruzar el umbral, el ambiente cambió de inmediato. Una suave luz dorada iluminaba la sala, emanada de candelabros flotantes que giraban lentamente en el aire, suspendidos por algún hechizo antiguo que desafiaba las leyes de la gravedad.

Las paredes de piedra gris se extendían hasta el techo, donde frescos detallados narraban las leyendas olvidadas de batallas antiguas. Los ojos de los presentes me seguían mientras me acercaba a la imponente palestra donde descansaba el antiguo trono de mi padre. El trono que ahora Iryna ocupaba sin pudor.

El crepitar del fuego en la chimenea competía con los murmullos bajos de los asistentes. Miré al frente, evitando las miradas curiosas. Sin decir una palabra, subí a la palestra y me senté a la izquierda de Iryna. Ella ni siquiera me dirigió una mirada, y, en cierto modo, agradecí que así fuera.

Cuando los murmullos comenzaron a convertirse en conversaciones dispersas, me relajé y suspiré aliviada, cuando la atención dejó de centrarse en mí.

Aproveché para observar a la reina. Llevaba la corona colocada con la misma intención con la que alguien porta una espada: con firmeza y sin mostrar debilidad. Su postura era tan rígida como si tuviese un palo metido por el cul... Perdón, supongo que ese no es el vocabulario que se espera de una princesa. Pero, sinceramente, tampoco desempeño el papel de una. Desde la muerte de mi padre, la arrogante y orgullosa hija de Iryna, Andrómeda, me ha reemplazado. Y ahora, yo, simplemente, no pinto nada aquí.

          

Quizás por eso los invitados, la mayoría de los cuales no conozco, me observan más de lo necesario. No asisto a actos oficiales, ni me dejo ver fuera de los límites de este castillo.

Andrómeda, sentada a la derecha de la reina, tiene veintiún años, uno más que yo. Es lo que se espera de una princesa: altiva, reservada y, sobre todo, egoísta. Cualidades que, sin duda, ha heredado de su madre.

Mis ojos recorren la sala con cautela y, entre los rostros desconocidos, distingo la robusta figura de Alaric en un rincón. Viste su habitual jubón azul marino, con pantalones a juego. Su cabello canoso está recogido hacia atrás, y sus manos entrelazadas reposan en su espalda. Le sonrío con ternura cuando nuestros ojos se cruzan, y una oleada de lo que solía llamar hogar me envuelve. Alaric fue, desde que tengo memoria, la mano derecha de mi padre. Ha estado en mis recuerdos desde el principio, y, por triste que parezca, es lo único que me queda para llamar "familia".

Desvío la mirada y la fijo en las ornamentas del reposabrazos del pequeño trono en el que estoy sentada. Un nudo se forma en mi garganta. Siempre me sucede cuando pienso en la muerte de papá. No puedo evitar sentir rabia. Rabia de ver a Iryna ocupando el lugar que pertenecía a mi padre. Rabia al ver a personas que ni siquiera eran cercanas a la familia participar en esta farsa, actuando como si mi padre les hubiera importado lo más mínimo. Solo les interesa el poder, los buenos contactos, el mando. Suspiro y trato de calmar mis pensamientos. Pienso en Elion. Se fue antes de que papá cayera en batalla. ¿Lo sabrá? No he recibido ninguna carta desde que se marchó, después de haber aprendido a controlar su elemento. Me prometió que volvería, y desde que papá no está, pensé que regresaría de inmediato, pero ya han pasado dos años y sigo esperando.

La reina se levanta con gesto afligido y baja de la palestra para unirse a los invitados. El paripé de todos los años. Eso significa que ya puedo escapar de aquí. Me levanto y me deslizo en silencio por la puerta lateral. Camino por los pasillos oscuros del castillo, iluminados tenuemente, dejando atrás las conversaciones vacías y las falsas sonrisas.

- Lyra.

La voz de Alaric me saca de mis pensamientos y me hace reducir el paso. Me giro y le sonrío cuando llega frente a mí.

- Hola. - Contesto, fingiendo normalidad.

- ¿Cómo estás? - Me pregunta, y acto seguido me abraza, como solía hacer mi padre.

- Bien... bueno, supongo que bien. Todo lo bien que se puede estar. - Respondo, aún contra su pecho. Me separo lentamente de él y lo miro a sus ojos grises. - ¿Sabes algo de Elion? - Mi pregunta no lo sorprende, y él niega sutilmente con la cabeza. - Lo suponía. Puede que esté muerto también.

Alaric reacciona con rapidez.

- No vuelvas a decir eso. Tu hermano está con vida. - Su tono es firme, casi áspero. - Sabes que él tampoco soportaba esta situación, incluso cuando tu padre vivía. - Suspiro, y Alaric suaviza la mirada. Me susurra: - Y en cuanto tú controles tu elemento, tampoco tendrás que soportarlo.

Suelto una risa irónica y pongo los ojos en blanco.

- Yo no tengo elemento, Alaric. - Afirmo, convencida. - Puede que venga de la mejor familia de elementales, pero no soy una de ellos.

El brazo de Alaric rodea mis hombros y caminamos juntos hacia su despacho. Tras atravesar el umbral, se asoma al pasillo para asegurarse de que nadie nos sigue y cierra la puerta tras nosotros.

- Lyra, claro que tienes tu elemento. Solo es... que aún no has sabido canalizarlo. - Explica, preocupado. - Debes seguir entrenando, esforzándote por encontrarlo.

Suspiro.

- He leído mil libros sobre el tema. Paso horas intentando encontrar esa luz blanca en mi mente de la que todos hablan, pero no la encuentro. Maldita sea, no la encuentro. - Me desespero y me siento en una de las sillas de su despacho, llevándome las manos a la frente, exhalando con pesar.

ELEMENTAL©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora