Capítulo 8: La resistencia

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La fría noche envolvía la finca, y el aire había empezado a enfriarse aún más mientras las horas pasaban lentamente. León permanecía a un paso de Claudia, observando la forma en que su cuerpo temblaba ligeramente, envuelto en la soledad de la noche. No sabía cómo había llegado a esa situación, pero algo en su pecho se apretaba cada vez más fuerte al ver a Claudia tan distante y fría. Sabía que algo no iba bien, y no podía simplemente quedarse al margen.

—Claudia, ya es tarde... —dijo León con suavidad, tratando de acercarse sin invadir su espacio. —Tienes que entrar. Estás helada.

Ella lo miró de reojo, pero no respondió. Su mirada, vacía de cualquier emoción, no hacía más que aumentar la incomodidad que León sentía. El hecho de que se negara a entrar, de que no se dejara ayudar, lo estaba desarmando más de lo que quería admitir.

—No quiero que te resfríes o algo peor. Estás temblando. —La preocupación era clara en su voz, a pesar de los esfuerzos por mantener su tono neutral.

Claudia simplemente desvió la mirada hacia el horizonte, sin darle importancia a las palabras de León. No tenía ganas de discutir, ni de dar explicaciones. De hecho, no quería estar cerca de nadie. Ni de él, ni de nadie.

—Yo no necesito que me cuides —murmuró Claudia, sin alzar la voz, pero con un tono firme. —No soy una niña, León. No estoy tan mal.

León se inclinó un poco hacia ella, sus ojos reflejando algo que no había mostrado antes: una vulnerabilidad que no le gustaba reconocer. No podía entender por qué Claudia se empeñaba en alejarse, en rechazarlo, pero había algo en ella, algo que lo hacía querer ayudarla, aunque no comprendiera por completo lo que sucedía en su mente.

—¿Y si lo que necesitas es solo un poco de calor? ¿Un poco de... no sé... compañía? No estoy diciendo que quieras abrazos, pero... es solo que, veo que estás mal. Y me preocupa, Claudia. —La sinceridad de sus palabras flotaba en el aire entre ellos.

Claudia apretó los labios, casi en un gesto involuntario, mientras el viento seguía soplando. Sintió la temperatura caer aún más, el frío calándole los huesos. A pesar de lo que León dijera, a pesar de la tentación de entrar, se negaba a ser vulnerable. El rechazo, la rabia acumulada, la sensación de estar atrapada... todo eso la mantenía aferrada a la idea de que no quería regresar al interior de la casa. No quería volver a esa "prisión", como la llamaba en su mente.

—No necesito que me "arropes", León —respondió con un tono cortante. —Prefiero quedarme aquí, donde al menos no tengo que... no tengo que fingir nada.

León permaneció en silencio por un momento, observando cómo las palabras de Claudia le perforaban el pecho. La veía tan decidida, tan distante, pero también tan frágil en su silencio. Algo no estaba bien, y él lo sabía. Lo sentía, aunque no entendiera del todo la razón.

—Mira... si no entras, al menos déjame que te acerque una manta o algo. Te estoy viendo, Claudia. Estás tiritando. —La preocupación era palpable, y él trató de suavizar sus palabras con un tono algo más cercano, como si fuera un intento más de llegar hasta ella.

Claudia no respondió. Solo se quedó allí, mirando al frente, como si todo lo que León dijera fuera un murmullo lejano. No quería escucharlo, no quería ceder. El orgullo, la rabia, y esa sensación de estar perdida, todo se acumulaba dentro de ella como un peso que no quería dejar ir.

De repente, León, en un impulso que no pudo controlar, dio un paso hacia ella, intentando colocar la manta sobre sus hombros.

—No tienes que hacer esto sola. No tienes que...

Pero Claudia se apartó rápidamente, casi como si su cuerpo lo hubiera hecho por instinto, como si no quisiera que nadie la tocara, como si necesitara estar completamente sola en ese momento.

—¡Déjame! —su voz sonó más fuerte de lo que ella había pretendido, cargada de frustración.

León, sorprendido por la reacción, se detuvo en seco. La tensión entre los dos se hizo palpable, y Claudia, con la mirada fija en el suelo, se quedó en silencio, como si sus palabras se quedaran atrapadas en la garganta.

Ambos permanecieron allí, inmóviles por un par de segundos que se sintieron como horas.

Finalmente, León suspiró, derrotado. Aunque no lo admitiera, algo en su interior lo empujaba a preocuparse más de lo que debería. No entendía por qué se sentía tan... inútil al ver a Claudia tan quebrada. No podía entender por qué no podía hacerla sentir mejor, al menos por un momento.

—Voy a regresar a la casa, entonces —dijo con tono más suave, aunque todavía había algo tenso en su voz. —Solo, por favor, no te quedes aquí mucho tiempo. No quiero que te enfermes.

Claudia no respondió. Pero sabía que León no se iría sin una última palabra. Así que, en un impulso, se giró hacia él, pero esta vez con la mirada menos dura, más vacía.

—¿Por qué te importa tanto? —preguntó en un susurro.

León la miró fijamente, sin saber exactamente qué responder. No era solo porque estuviera cerca de ella, no era solo porque se sintiera responsable, sino porque algo en su interior había comenzado a conectar con el dolor silencioso que Claudia llevaba consigo.

—Porque, a pesar de todo, no quiero que te sientas sola. No me gusta verte así. Y... aunque no lo creas, me importa lo que pase contigo.

Claudia no dijo nada. No hubo respuesta. Y en ese silencio, León, sin saber cómo, se dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la casa. Mientras caminaba, una parte de él deseaba que Claudia lo siguiera, que dejara caer esa barrera que había levantado a su alrededor, pero sabía que solo el tiempo podría hacerlo.

El resto de la noche transcurrió de manera extraña, como una repetición de lo vivido en la madrugada anterior. Claudia, sin responder a nada, se quedó allí, sentada en la misma posición, mirando a la nada, mientras León permanecía dentro de la casa, sintiendo una creciente inquietud por lo que estaba pasando.

Y al final, como la vez anterior, el silencio volvió a llenar la finca. Todo seguía igual... pero no lo era.

Bajo el Trueno de tus BesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora