TRES. LA INOCENCIA EN LA IGNORANCIA
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T A O R A N
Ya había caído la madrugada cuando volvieron a la aldea.
La abuela de Sokka y Katara, Kanna, se había quedado despierta toda la noche, aguardando por el regreso de sus nietos. Se sorprendió al ver al enorme bisonte volador que los había traído hasta la aldea y sus ojos, cansados y rodeados de arrugas, se abrieron ligeramente cuando Taoran cargó a un muy dormido Aang en brazos y lo llevó hasta su propia tienda.
Taoran no era estúpido; sabía reconocer las minúsculas señales que una persona comunicaba con su lenguaje corporal. Incluso si Kanna aparentó calma delante de sus nietos, Taoran pudo oler su inquietud. Ella ya había reconocido a Aang como un maestro aire.
Se despidió de la pequeña familia y entró en su pequeña tienda. Tuvo que hacer algunos ajustes para poder extender su catre de repuesto y acomodar a Aang sobre la misma. Él ni siquiera se despertó, solo se acurrucó más sobre sí mismo con una sonrisa satisfecha.
Katara llamó a su tienda en ese momento. Taoran apartó la entrada para dejarla pasar. Se le notaba el cansancio en el rostro, pero estaba ahí para revisar cuál era el estado de Aang. Entre ambos lo desvistieron y se sorprendieron al descubrir que no tenía ni una sola señal de congelación.
—¿Cómo demonios es que está bien? —preguntó Taoran en voz baja.
Katara se encogió de hombros.
—Eso es lo que me estoy preguntando. ¡Ni siquiera se inmuta ahora!
Los ojos de Taoran se desviaron hacia los tatuajes azules que recorrían el cuerpo del chico. Eran bastante peculiares y eran las únicas marcas que tenía sobre su piel. No eran cicatrices, lo cual era bueno. Eso significaba que no había crecido rodeado de violencia. En estos tiempos, ese lujo era envidiado por niños.
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«Himari y Zuko estarían tan cabreados con Aang si lo vieran» pensó.
Medio segundo más tarde se dio cuenta de lo que acababa de cruzar su mente. No, bajo ninguna circunstancia ese par podía saber que Aang existía. Taoran no... ¿qué? ¿Él qué? Era un estúpido por pensar que sería capaz de hacer algo para mantener la existencia de Aang en secreto. No pudo evitar que Ozai lastimara a Zuko, ¡ni siquiera pudo evitar que Ichiro le diera la paliza de su vida! ¿Cómo demonios iba a luchar contra toda una nación armada hasta los dientes?
Y sobre todo, ¿cómo iba a decirles a Katara, a Sokka, a toda la aldea, lo que esto significaba para ellos, para el mundo entero?
Katara, ajena al hilo de sus pensamientos, se despidió de Taoran y volvió a su tienda. Taoran colocó varias mantas peludas sobre Aang, no confiando en que sería capaz de mantener el calor corporal con su técnica de respiración si no estaba concentrado en ella.
No pudo pegar un solo ojo en lo que quedaba de la madrugada.
Como siempre sucedía cada vez que sentía ansioso, Taoran comenzó a trenzar su largo cabello negro. Le recordaba a las calurosas tardes de verano en Hari Bulkan, sentado frente al tocador de la habitación de su hermana mayor, mientras que ella le pasaba un suave cepillo por las hebras negras y arreglaba su cabello con trenzas. Siempre tenían cuidado de hacerlo cuando Ichiro no estaba en casa. Si los hubiera visto de esa manera, los habría castigado con su dura mano de acero y látigos de fuego.
Ahogó un quejido de dolor al morder los nudillos de su mano derecha. La respiración se le quedó atascada en la garganta y los primeros indicios del pánico comenzaron a bullir en su pecho. Mordió con más fuerza hasta rasgar la piel y saborear la sangre. Sabía a humo y lodo.
Era cáustico. Como el dolor ardiente de la carne desgarrada y la quemazón que quedaba en la garganta después de beber de la sangre de sus propias venas, hacía que su mente no se perdiera en el terror.
Ichiro siempre sería el monstruo que protagonizaría sus pesadillas para el resto de su existencia.
El antiguo consejero del Señor del Fuego Azulon, su mano derecha en las batallas, actual consejero del Señor del Fuego Ozai. A pesar del paso de los años, Ichiro no había perdido el porte imponente de su juventud. Su habilidad innata para el fuego control solo se había afinado con la edad.
En la Nación del Fuego lo conocían como Lord Ichiro. En el resto del mundo lo llamaban Ichiro el Sanguinario. Y Taoran podía dar viva fe de que las historias de terror que se contaban sobre él eran ciertas. Tenía las pruebas grabadas en la piel y, sobre todo, en la mente.
Se preguntó qué sería de Kiyomi, cómo estaría ahora. Destrozada, seguramente, pero se mantendría en pie. Kiyomi era diez veces más valiente de lo que Taoran nunca sería. Taoran había sido un cobarde al huir sin darle una explicación, pero... no podía. No pudo. Pasar un solo segundo más de pie en aquella tierra, respirando el mismo aire contaminado y siendo víctima de sus propias mentiras lo habría conducido a su inminente muerte.
Además, Kiyomi no podía saber que él estaba vivo. Ichiro sería capaz de todo con tal de sonsacarle la verdad a su hermana mayor. Si debía lastimar a su propio bisnieto para obligar a Kiyomi a hablar, lo haría. Tora era apenas un infante cuando Taoran fingió su muerte y huyó de la Nación del Fuego. Con el tiempo, se olvidaría de él.
Intentó convencerse de que eso estaba bien. Kiyomi no dejaría que su hijo pasara por lo mismo que él y ella habían sufrido a manos del hombre que debía comportarse como su abuelo, pero que solo se había presentado ante ellos como un monstruo pesadillesco.
«¿Zuko y Himari sabrán que "estoy muerto"?» se cuestionó. No estaba seguro de qué tan rápido les llegaban las noticias de la capital dado que ambos estaban viajando constantemente por todo el mundo.