Parte (10) El renacer de la luz

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En lo más alto de un colosal risco, bajo un cielo donde las estrellas habían desaparecido, Medusa enfrentaba al titán Hyperion. Sus ojos, brillando con un odio acumulado durante siglos, eran los únicos puntos de luz en una oscuridad que lo consumía todo. Frente a ella,  el titán de la luz cegadora, exudaba un poder que hacía vibrar el suelo bajo sus pies.

—¿Crees que tienes alguna posibilidad, miserable criatura? —rugía Hyperion, su voz resonando como un trueno. Su forma era imponente: una figura bañada en fuego dorado que destellaba con cada movimiento, como si el sol mismo lo animara.

Medusa no retrocedía. Su lanza improvisada, tallada de las ruinas de un antiguo templo, temblaba en su mano, no por miedo, sino por la furia que la impulsaba. Sus serpientes siseaban frenéticamente, reflejando su tormento interno. Durante siglos, había odiado a los dioses, culpándolos de su caída y maldiciendo el día en que confió en ellos. Pero este enfrentamiento no solo trataba de su venganza. Era la última esperanza de devolver las estrellas al cielo y restaurar un equilibrio que los titanes habían roto.

—No peleo por ellos, Hyperion —dijo Medusa con voz firme, sus palabras impregnadas de una determinación acerada—. Peleo por todo lo que destruiste. Por las estrellas que robaste y las vidas que segaste.

Hyperion réía, un sonido cruel y despectivo.

—Las estrellas eran nuestras desde el principio. Solo estoy reclamando lo que nos pertenece. Pero tú, Medusa, no eres más que una herramienta rota de los dioses que tanto desprecias.

Con un rugido de rabia, Medusa cargó hacia él. Sus pasos eran rápidos y precisos, una danza mortal que desafiaba el poder absoluto del titán. Hyperion lanzó un rayo de luz cegadora, pero Medusa lo esquivó por poco, usando las sombras a su alrededor para moverse con agilidad.

El choque entre ellos fue ensordecedor. La lanza de Medusa se encontró con la espada de luz de Hyperion, desatando una lluvia de chispas doradas que iluminaban brevemente el paisaje desolado. A pesar de su diferencia en tamaño y poder, Medusa luchaba con una ferocidad que sorprendía incluso al titán. Cada golpe que daba estaba cargado de su odio, su dolor y también algo más profundo: una chispa de esperanza.

Pero Hyperion era implacable. Con un solo movimiento de su espada, creó una onda de energía que lanzó a Medusa varios metros hacia atrás. Su cuerpo golpeó el suelo con fuerza, dejándola momentáneamente sin aire. Mientras trataba de levantarse, escuchó la voz del titán acercándose, cada paso suyo retumbando como un terremoto.

—¡Mírame, Medusa! ¡Admite tu derrota y acepta tu destino como una sombra olvidada!

Medusa levantó la cabeza, su mirada llena de desdén. Pero en el fondo de su ser, una duda comenzaba a germinar. Había pasado toda su existencia aferrándose al odio, permitiendo que guiara cada una de sus acciones. Ahora, frente a un enemigo tan vasto, se preguntaba si ese odio sería suficiente.

Fue entonces cuando sintió algo diferente. Un eco en su mente, una voz que no había escuchado en siglos. La voz de Atenea. La diosa que la había maldecido.

—Medusa —dijo la voz, suave pero firme—, tu odio te ha traído hasta aquí, pero no será lo que te libere.

—¡Cállate! —gritó Medusa, aferrándose a su lanza mientras se ponía de pie—. ¡No necesito tus palabras ni tu compasión!

Hyperion aprovechó su distracción para atacar, lanzando un rayo directo hacia ella. Medusa apenas tuvo tiempo de reaccionar. Se lanzó a un lado, pero la energía la alcanzó, quemándola el brazo izquierdo. El dolor era insoportable, pero se obligó a seguir adelante. Este no era el momento de rendirse.

Mientras Hyperion se preparaba para el golpe final, Medusa recordó algo más. Los momentos en que había contemplado el cielo estrellado antes de su maldición, la sensación de paz que había sentido entonces. No era odio lo que la había llevado a amar las estrellas, sino algo más puro: la esperanza de algo mejor.

Con esa realización, su postura cambió. Hyperion notó la diferencia, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Medusa cargó hacia él nuevamente, pero esta vez no se movía solo con furia. Había un propósito en cada uno de sus pasos, una claridad que antes no poseía.

Cuando sus armas volvieron a encontrarse, Medusa desató algo que había estado conteniendo durante todo este tiempo. Sus ojos, cargados de su maldición, se encontraron con los de Hyperion. El titán retrocedió, sorprendido. No por la petrificación que amenazaba con consumirlo, sino por la luz que brillaba dentro de esos ojos malditos.

—No es odio lo que me define —dijo Medusa, su voz resonando con una fuerza inesperada—. Es mi deseo de restaurar lo que ustedes destruyeron.

Hyperion gritó, tratando de liberar una última ola de energía, pero fue en vano. La petrificación avanzó rápidamente, y en un instante, el titán quedó inmóvil, convertido en una estatua que reflejaba su derrota.

Medusa cayó de rodillas, exhausta. La batalla había terminado, pero el precio que había pagado era alto. Mientras el amanecer comenzaba a iluminar el horizonte, algo cambió en el cielo. Una a una, las estrellas empezaron a reaparecer, llenando la oscuridad con su luz.

Observó el cielo con lágrimas en los ojos. Por primera vez en siglos, sintió que había encontrado una parte de sí misma que creía perdida. No era una heroína, pero tampoco era el monstruo que los dioses habían creado. Cuando el último vestigio de oscuridad desapareció, Medusa se puso de pie. 


Cuando las Estrellas se ApaganWhere stories live. Discover now