Tras la muerte de su hermana, Zara Masterson se ve obligada a entenderse con Julian Rennick, un noble irlandés de dudosa reputación. Decidida a descubrir la verdad sobre el deceso de Astrid, Zara nunca esperó encadenarse al hombre que es, sin duda...
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El castillo Rennick guardaba el pueblo de Covenmore desde tiempos inmemoriales. La imponente estructura se encontraba en el punto más alto, y abrazaba con sus murallas la extensión de la villa que no estaba flanqueada por el río. Su torre al oeste, besada por el sol en el transcurso de las pocas horas de luz, se conocía como la torre dorada y vio lo que muchos aseguraban fueron los mejores días de la comarca.
Ahora, los muros estaban cubiertos de hiedra, y el vidrio decorativo de las ventanas estaba agrietado, distorsionando el reflejo de las imágenes que una vez crearon la ilusión de un suelo caleidoscópico, el cual danzaba bajo la luz del sol, o la luna.
Tal vez siempre había sido así, o a lo mejor, el espacio todavía guardaba su legendaria belleza. La memoria de un niño es poco confiable en momentos apacibles, y una verdadera pesadilla en instantes de dolor.
A los ojos de Julian Rennick, las sombras se levantaban siniestras, y el crujir de la madera en el hogar se parecía un murmurar impertinente ante el silencio de la madrugada. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba en espera junto a su hermano menor. El cabello rubio del pequeño Damien se esparcía sobre el verde monte de su camisa, su respiración profunda le indicaba que al menos el pequeño había conseguido descansar.
El padre entró al aposento adjunto a la torre, donde los niños esperaban. La poca luz que se coló en la habitación fue bloqueada con su imponente figura. Damien abrió los ojos, optando por permanecer en silencio, agradeciendo que Julian no informara que había cedido al cansancio durante la vigilia.
Charles Rennick solo tuvo tiempo para el mayor, sobre el cual, a pesar de tener solo diez años, recargaba las responsabilidades de ambos hijos.
—¿Han guardado y han velado, como se les fue pedido?
—Sí, padre.
—Entonces —contestó Lord Rennick, sin quitarle los ojos de encima al menor—, no son responsables por lo sucedido... —La pausa sugería que el hombre estaba pensando cómo arremeter con violencia. Rennick era de pocas palabras, y terribles acciones—. Su madre está muerta, pero si ambos hicieron lo que se les pidió, interceder por ella, es por gracia de Dios o artificio del Diablo que su vida se haya escapado en un suspiro.
Damien gimió, enterrando la cara en el hombro de su hermano. Julian, esforzándose por comprender, miró a su padre, buscando un destello de compasión en sus ojos duros e inflexibles. Pero solo encontró una impenetrable máscara de estoicismo.
—No es sorpresa. Siempre fue una criatura frágil. Al menos murió entrando el verano. Los días son largos, tendremos tiempo para enviarla a la morada celestial como merece. Hay suficiente provisión para alimentar a los aldeanos durante una semana de ritos fúnebres. La muerte en la casa de un lord es un espectáculo, ¿no? —Se detuvo una vez más, para considerar si se estaba dirigiendo a sus hijos, o a sí mismo—. Ve a dormir Damien, mañana es un día largo. No te permitas detenerte en los sentimentalismos. Julian, tú te quedas.
Los niños se separaron tras intercambiar miradas temerosas. No pudieron cruzar palabra, su padre no les dio la oportunidad de consuelo.
—Mírame —exigió a su hijo mayor—, tienes que prepararte. Hay responsabilidades que asumir, un legado que abrazar. Mi mujer era quince años menor que yo, y ahora, ya no está, lo que me ha hecho pensar en que, más pronto que tarde, debo empezar a prepararte para tomar mi lugar.
Para Julian, las palabras se sintieron como suspendidas en el aire, mientras la luz parpadeante de las velas arrojaba sombras oscuras sobre el rostro de su padre, profundizando las líneas de un semblante forjado en la crueldad y la premeditación.
—Mamá ha muerto —repitió. Lo único que ganó fue sentir la mano de su padre enroscarse en su brazo, apresurándole escaleras arriba hasta el despacho De la Torre. Nunca antes el pequeño había puesto un pie en esa habitación, nadie en la casa entraba a los aposentos privados de Charles Rennick, excepto, irónicamente, el personal de servicio. Ellos conocían a su padre mejor de lo que la propia familia podía pretender.
La habitación era inhóspita. Pesadas cortinas de terciopelo mantenían la luz natural fuera del recinto. Su padre las descubrió para abrir las ventanas de aguja. Algo del calor de la noche entró con la brisa.
—Enciende las velas —ordenó.
Por primera vez en la noche, Julian sintió, sino gentileza, al menos un nivel de curiosa intimidad. Su padre le estaba abriendo las puertas a su mundo con un acto de confianza. Levantó el candelabro, siguiendo los pasos del hombre que conocía el espacio como para caminar en la oscuridad. A su izquierda y derecha se levantaban altos libreros con tomos encuadernados en cuero acomodados con pulcro orden en los estantes.
Al fondo se encontraba un escritorio enorme de madera oscura, lleno de cartas selladas. Montado en la pared, en medio de dos amplias ventanas, descansaba el escudo de armas de la familia, tallado en madera. Presentaba un cuervo, posado en una rama retorcida y nudosa, con sus ojos pequeños y brillantes, fijos hacia delante. Alas extendidas suponían tener una actitud protectora, aunque por un instante, Julian pensó que el animal no era más que una miserable criatura, congelada en el tiempo, imposibilitada de tomar vuelo. El fondo era un campo de vidrio, representando un paisaje escabroso, cuyos bordes parecían manchados por ocre y marrón.
Charles Rennick se deshizo de sus guantes y en un movimiento inesperado, estrelló su puño cerrado contra la superficie dentada, derramando sangre sobre el cristal. Julian tuvo mejor instinto que gritar. Apenas se cubrió la boca con la mano, para luego recuperar la compostura.
—Hubo un tiempo en que este lugar se conoció como la torre dorada —su padre demostró el único aviso de sentimiento al ahogar un suspiro—. Fueron los días en que amé a tu madre —pasó su mano ensangrentada entre los rizos oscuros de su hijo, delineándole el mentón en rojo antes de obligarlo a encontrar su mirada con un movimiento brusco—. Pero ahora, tanto tú, como tu hermano, tendrán lecciones que aprender. Asuntos de cuervos.