Becky
Salí de su casa sin mirar atrás.
Pero no porque quisiera marcharme... sino porque no podía soportar la forma en que me miraba. Esa ternura, esa quietud suya... dolía más que cualquier grito. Me hacía sentir pequeña. No por debilidad, sino por la intensidad de todo lo que estaba sintiendo.
Caminé sin rumbo, con la mochila colgando a medias, la piel ardiendo por el peso de lo no dicho. El cielo estaba negro, sin estrellas, y el aire olía a humedad. Había comenzado a lloviznar cuando encontré ese pequeño lugar donde pasar la noche: una posada modesta, silenciosa, con una habitación barata que apenas tenía una cama, una lámpara y una ventana que chirriaba con el viento.
Pensé que allí podría calmarme.
Pensé que el espacio vacío me ayudaría a ordenar mis pensamientos.
Pero fue peor.
Me tumbé sobre la cama con la ropa aún puesta, los ojos fijos en el techo, y sentí cómo comenzaban a caer los recuerdos.
No los de Freen.
Sino los otros.
Los que había pasado años intentando enterrar.
La cara de él.
Sus palabras dulces cargadas de veneno.
Su manera de envolverme hasta que ya no sabía dónde terminaba yo.
Las veces que me dijo que era lo mejor que podía tener, que nadie más me querría con todos mis defectos.
Las veces que me pidió perdón con un ramo de flores y una mano aún marcada en mi cuerpo.
Recordé a mi madre, sentada frente a mí con la taza de té humeante, diciéndome que debía tener paciencia, que él era buen partido, que un día me agradecería por no haberlo dejado.
Recordé a mi padre, hablando de negocios, de alianzas, de herencias...
Y cómo todo se trataba de cerrar ciclos. De formar familia.
De cumplir con lo esperado.
Recordé la vez que me dijo, sin rodeos, que debíamos tener un hijo.
"Tu cuerpo me pertenece", me dijo una noche.
Y ahí supe que ya no quedaba nada en mí que pudiera sobrevivir si seguía a su lado.
Me escapé entonces, como ahora había querido escaparme de Freen.
Con miedo.
Con dolor.
Con la absurda idea de que desaparecer era más fácil que quedarse.
Pero no era verdad.
Nada es más difícil que querer a alguien cuando uno no ha sido querido bien antes.
Y esa noche, en esa habitación ajena, sentí que me estaba repitiendo la historia.
Otra vez corriendo.
Otra vez abandonando lo único que me había hecho sentir en paz en mucho tiempo.
Me senté en la cama.
Respiré hondo.
Lloré un poco, en silencio.
Y entonces, sin pensarlo demasiado, me levanté.
Metí mis cosas a toda prisa. Ni siquiera doblé la ropa.
Corrí escaleras abajo con el corazón latiendo como un tambor en el pecho.
Caminé sin detenerme.
Las calles estaban desiertas.
La madrugada había caído con un frío tenue y un silencio que me atravesaba los huesos.
Pero sabía adónde iba.
Mi cuerpo lo sabía, aunque mi mente aún temblara.
Y cuando vi su casa desde la esquina, sentí que las piernas me iban a fallar.
Me acerqué despacio.
Dudé un segundo frente a la puerta.
Pero luego golpeé. Suave al principio. Luego con más fuerza.
Pasaron segundos que me parecieron siglos...
Hasta que la puerta se abrió.
Y ahí estaba ella.
Con el cabello revuelto, los ojos hinchados por el sueño, una camiseta vieja y esa expresión de confusión y ternura que solo ella podía tener a la vez.
—Becky...
No le di tiempo de decir nada más.
Me lancé a sus brazos.
No con violencia, ni con drama.
Sino con una necesidad urgente y rota.
La abracé con fuerza, con desesperación, con el temblor aún en las manos. Hundí mi rostro en su cuello, y sentí cómo el mundo se calmaba en ese instante. Cómo su olor, su calor, su silencio... eran lo único que podía salvarme.
Y luego, sin pensarlo, la besé.
No fue un beso perfecto. Fue un beso torpe, desesperado, salado por las lágrimas que aún no se secaban en mi rostro. Pero ella me respondió con la misma urgencia, con los labios abiertos a mi dolor, con las manos sosteniéndome como si supiera que estaba a punto de derrumbarme.
Me apretó contra su pecho.
Y ahí, por fin... me sentí en casa.
Freen
No imaginaba verla de nuevo esa noche.
Y mucho menos... así.
Descalza de certezas. Deshecha de miedo.
Temblando, con los labios rotos por las palabras que nunca dijo.
Cuando abrí la puerta y la vi allí, envuelta en su propio silencio, supe que algo más fuerte que la razón la había traído de vuelta. Y supe también, con el corazón latiéndome en la garganta, que yo no iba a dejarla entrar solo a la casa. Iba a dejarla entrar otra vez a mi vida.
Y entonces me abrazó.
Y sentí que mi cuerpo entero se rendía.
No era solo el calor de su piel, ni el modo en que se aferraba a mí con ese temblor leve que apenas podía contener. Era su energía... esa mezcla de fragilidad y fuerza. Esa desesperación que se sentía como un susurro gritando por ayuda.
No me dio tiempo a reaccionar.
Su boca encontró la mía con una urgencia que me desarmó.
Fue un beso crudo, imperfecto, real.
Salado, tembloroso, cálido.
Un beso que no venía del deseo, sino de algo más profundo: la necesidad de sentir que seguía viva. Que alguien aún podía sostenerla sin lastimarla.
Yo la besé también.
No por impulso. No por debilidad.
La besé porque desde hacía tiempo quería hacerlo. Porque la había deseado en silencio, en las miradas fugaces, en los tés compartidos, en las palabras suaves. Porque ya llevaba demasiado tiempo queriéndola y callándome.