¡Oh, siempre hermosa, siempre amable!, dime, ¿acaso amar demasiado bien es, en el cielo, un crimen? ¿Tener el corazón demasiado tierno, o demasiado firme? ¿Hacer el papel de romano o de amante? ¿No hay en el cielo una restitución brillantepara los de magnífico pensamiento o valerosa muerte?
ALEXANDER POPE, «Elegía en memoria de una desafortunada dama».
Will estaba en la cima de una suave colina, con las manos en los bolsillos, mirando impaciente el
plácido paisaje de Bedfordshire.
Había partido de Londres cabalgando a toda la velocidad que Balios y él podían resistir, hacia la
Carretera del Gran Norte. Salir con el alba tan próxima había representado encontrarse con las calles
bastante vacías mientras atravesaba Islington, Holloway y Highgate; había adelantado a unos cuantos
vendedores ambulantes con sus carros y a un peatón o dos, pero no había habido mucho más que lo
retrasara, y como Balios no se cansaba como un caballo corriente, Will pronto había llegado a Barnet y
había podido lanzarse al galope por South Mimms y London Colney.
A Will le encantaba galopar pegado al cuello del caballo, con el viento en el cabello, y los cascos de
Balios tragándose el camino. Ya fuera de Londres, sentía tanto un dolor desgarrador como una extraña
libertad. Era raro sentir ambas cosas al mismo tiempo, pero no podía evitarlo. Cerca de Colney había
estanques; tuvo que detenerse para dar de beber a Balios antes de seguir el viaje.
Y en ese momento, a casi cincuenta kilómetros de Londres, no pudo evitar recordar que ése era, a la
inversa, el camino que había recorrido para ir al Instituto todos esos años atrás. Había montado uno de
los caballos de sus padres parte del camino desde Gales, pero lo había vendido en Staffordshire, cuando
se dio cuenta de que no tenía dinero para pagar el peaje de los caminos. Ahora sabía que le habían
timado en el precio; también le había costado mucho despedirse de Herngroen, el caballo que había
montado durante toda su infancia, y aún le había costado más recorrer a pie la distancia que todavía lo
separaba de la capital. Había llegado al Instituto con los pies sangrando, y las manos también, por los
arañazos de haberse caído en la carretera.
En ese momento se miró las manos, con el recuerdo de aquellas otras manos sobreponiéndosele. Manos
delgadas de largos dedos; todos los Herondale las tenían así. Jem siempre había dicho que era una pena
que Will careciera totalmente de talento para la música, porque sus manos estaban hechas para abarcar
las teclas del piano. Pensar en su parabatai le producía el mismo efecto que si le clavaran una aguja;
Will apartó el recuerdo y volvió con Balios. Se había detenido ahí no sólo para dar de beber al animal
sino también para que comiera un puñado de avena, buena para la velocidad y la resistencia, y para
dejarlo descansar un rato. A menudo había oído hablar del cuerpo de la caballería galopando hasta
reventar a sus monturas, pero por muy desesperado que estuviera por encontrar a Tessa, no se
imaginaba haciendo algo tan cruel.