LÍMITES

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Andrea

El piso se había convertido en un lugar de locos las primera semanas. Diego había insistido en que redecorara a mi antojo, y aunque en el momento me había negado rotundamente porque me parecía inapropiado, un cambio por allí y por acá se convirtió en una estancia repleta de cajas con cosas nuevas que él había decidido comprar y su recámara invadida con maletas mías. Había pasado poco más de cinco meses desde que habíamos empezado a vivir juntos y ya parecían años, el tiempo estaba pasando demasiado rápido.

Para navidad acordamos estar con Mariel, Sofía y Carlos, pero Diego había estado presionado tanto en conocer a mis padres que tuve que llevarlo conmigo a la cena de año nuevo y al recital de danza de mis alumnas. Mamá estuvo encantada con la idea de nosotros dos juntos, y mi padre tuvo una excelente conexión con él. En realidad, a todo el mundo parecía agradarle Diego, a excepción de Sofía.

¿Por qué?

No lo sabía.

—Dice tu madre que nos esperan la próxima semana para cenar. —Diego dejó el teléfono a un lado del tostador antes de que sus brazos me rodearan desde atrás. Su pecho cubrió mi espalda, con ternura removió el mechón de cabello que estaba sobre mi hombro y fue regando besos por toda la curva de mi cuello hasta llegar a mi oreja izquierda.

Me divertía en la cocina haciendo combinaciones extrañas con alcohol, fruta y bebidas preparadas teniendo el ruido de la televisión sintonizando alguna película de mala comedia de fondo. Mi cabello aún mojado estaba empapando mis pechos por encima del blusón, el aire frío de la noche que entraba por las ventanas hizo a mi cuerpo temblar.

—¿Tienes frío?—preguntó con intensión mientras apropósito molía sus caderas en mi trasero y besaba mi hombro.

—Tranquilo, semental.— con mi codo golpeé su costado.— Déjame descansar.

Incliné la cabeza para mirarlo y poder besarlo, sus manos poco a poco se introdujeron debajo de mi ropa. Estábamos borrachos de lujuria, éramos como un par de adolescentes rompiendo su voto de castidad descubriendo lo bien que se sentía el sexo. No existía momento en que mis labios no adoraran a sus labios, donde mi cuerpo no quisiera ser poseído por el suyo, y donde mi corazón no amara el de él.

¿En realidad lo amaba?

—¿Tienes ositos de goma?

—¿Disculpa? — Él se rió algo confundido.

— Una vez con las chicas metimos un kilo de ositos de goma en vodka y comí más de la mitad. Al otro día amanecí en el hospital por congestión alcohólica, desde entonces Carlos me prohibió volver tomar.

—Pudiste haber muerto, señorita.

Hice una mueca divertida. —Eso mismo dijo él.

Desaprobándome, revolvió mi cabello y besó con ternura la coronilla de mi cabeza.

Sí, lo amaba.

Entre besos, caricias, películas y licores, terminamos con la pizza y todo el helado que había en el refrigerador. Diego conectó su ipod y por toda la sala comenzó a sonar una música suave, mi buen y viejo amigo alcohol comenzó a hacer de las suyas; inicié con una extraña y algo bizarra coreografía con pasos de baile que no estaba segura si sobria podría o me atrevería a hacerlos. Diego me miró demasiado divertido desde el sillón disfrutando de su baile privado, aprovechó una de mis vueltas para atraparme y sentarme sobre su regazo. Provocándolo, lentamente froté mi cuerpo con el suyo hasta obtener el efecto esperado en él, y en mí. No lo dejé besarme hasta que me lo suplicó en una especie de jadeo. Me deshice de mi blusón quedando en una camiseta blanca semi transparente de delgados tirantes por donde se asomaba mi sostén de encaje negro, a él le saqué la sudadera y desabroché sus pantalones. Mientras buscaba bajar la cremallera de los míos, escuchamos la cerradura y la puerta de entrada abrirse.

Hasta Que El Sol Se CongeleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora