17 | Amenaza.

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Los dos lavaplatos habían renunciado y me encontraba yo el día en que comenzarían a reportarse las malas noticias, frente al grifo del agua, refregando platos sucios y secándolos. William había contratado a una chica menor que yo y ella estaba reemplazándome allá en la cafetería mientras que yo estaba metida en ese pequeño rincón de la cocina, lavando platos.

No me había negado cuando William me había pedido el favor de que lavara los platos por ese día, puesto que de la noche a la mañana, Miguel y la mujer entrada en edad que le ayudaba con ese trabajo, le habían llegado con la carta de renuncia, objetando que se iban de vacaciones al extranjero. Tanto para William como para nosotros, fue una mala excusa. Luego, a espalda de nuestro jefe, las camareras y los cocineros, incluida Viviana, comenzaron a formular motivos que llevaron a tomar esa decisión.

Estaba fregando una olla, cuando Viviana se paró a mi lado para observar como yo ejercitaba los brazos. No dijo nada, ni hizo ningún movimiento. Luego se retiró. Dejé de hacer algún ruido fuerte, la olla dentro del agua y la seguí sigilosamente para detenerme tras la puerta y ver a través de la pequeña ventanilla. La cafetería estaba llena en un sesenta por ciento y Mario descansaba sobre una silla, en el rincón donde solía hacerse. Viviana llegó hasta donde él estaba y le dijo algo. Él asintió y le respondió algo, guiñándole el ojo. Ella rió y se quedó ahí, hablando con él, como si fueran los mejores amigos de la vida.

Me mordí la lengua con fuerza para que no saliera de mi boca algún insulto o grosería de la que probablemente después me iba a arrepentir y me dirigí de nuevo al lavaplatos y seguí con lo que estaba haciendo. Estaba cansada porque no me había sentado desde que había llegado que era hacía ya cinco horas.

Seguí restregando la olla con las coscas de grasa seca adheridas en su interior y el teléfono de la cocina sonó. Un hombre que cocinaba dejó lo que estaba haciendo y se secó las manos con un trapo que colgaba de su hombro, para poder contestar. Terminé la parte interior de la olla y proseguí con la exterior hasta que vi al tipo sujetar el teléfono en mi dirección y viéndome a los ojos. Casi que me emocioné al límite de la emoción al considerar que podría ser mi madre. Me quité los guantes con una rapidez impresionante y tomé la bocina con ambas manos.

— ¿Hola?—Musité con una sonrisa, se oyeron sonidos de una respiración entrecortada y luego un sonido seco y fuerte.

— ¿Vanesa Jaramillo Hernández?—Preguntó una voz masculina y aguardó por mi respuesta. Sopesé mis opciones tan rápido como me fue posible: Podía ser algún enviado de mi mamá. Podían ser ellos. O podía ser de la universidad. Aparté el teléfono y respiré hondo.

—Sí, ella habla. —Respondí.

El sujeto se rió débilmente

— Veinte años. Trabajas en la cafetería El dulce del café. Tienes un novio llamado Mario Figueroa. Sales a las siete y veinte minutos de la mañana de tu casa y llegas a las ocho y media de la noche, la mayoría de las veces en el coche de tu amiga Viviana Mendoza y las otras veces en la moto de tu novio.

Dejé de respirar. Si el sujeto pegaba bien el teléfono a su oreja, quizá oiría el latir de mi corazón. Una gota de sudor frío se escurrió por mi sien izquierda. Sólo sentí algo en ese momento:

Miedo. Un miedo abrasador.

— ¿Sorprendida, peón? No debería estarlo, igual usted sabía que la estábamos siguiendo ¿No?

— ¿"Peón"? ¿Qué significa eso?

La risa del desconocido llegó nuevamente a mis oídos

—Blanco es, gallina lo pone—. Dijo y respiró hondo para finalizar con voz casual y tranquila —Ande con cuidado, Vanesa.

SANGRE Y PÓLVORA │COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora