Poco antes de que Harún apareciera por el Este regando con su luz todo el paisaje, las campanas de Thelín empezaron a sonar en la lejanía. Su tañer frenético significaba una llamada de reunión urgente. Tras un sobresaltado despertar, Hiparco y Matilde se vistieron y entraron en la habitación de sus hijos. Los cuatro hermanos se habían despertado también con el repiqueteo pues, a pesar de la distancia que les separaba de la villa, en las mañanas despejadas y claras como esa era perfectamente audible. El viejo campesino se dirigió a la cocina con largos pasos.
—Seguramente los dragones no deben andar lejos y haya nuevos destrozos. El señor necesitará nuestra ayuda —dijo a sus hijos mientras buscaba provisiones—. ¡Roque, coge tus herramientas y prepárate! Saldremos en un momento.
—¡Eh! —se quejó Bénim—, nosotros también vamos.
—¡No! Vosotros os quedareis aquí. No quiero que os expongáis a ningún peligro innecesariamente.
El primogénito salió de la casa y fue al cobertizo donde los bueyes comían grano indiferentes a su presencia, levantó una pequeña trampilla del suelo, y sacó envueltas en un paño unas herramientas de metal. Su escondite era preciso, pues los metales como el hierro o el cobre, eran escasos y los ladrones con ellos hacían fortuna. Allí, en el cobertizo, debajo de la paja donde dormían los animales, no los buscarían. Metió un martillo, una pequeña sierra y varias puntas de hierro en una bolsa de cuero que se ató a la cintura y fue en busca de su padre. Este salía de la casa en esos momentos con un saco de tela blanca en bandolera cargado de alimentos, un cuchillo atado a la cintura y arrollándose en los riñones un cobertor para el frío de la noche. Cuando se proponían partir salió Matilde.
—¡Ten, Roque! —dijo esta mientras le ofrecía un vestido largo de tela, para que se lo pusiera encima de su vestimenta si empeoraba el tiempo.
—Gracias, madre.
—No os preocupéis, volveremos en cuanto podamos —dijo Hiparco.
Matilde se abrazó a su marido y le acarició la cara.
—Espero que así sea.
Partieron andando hacia el Norte dejando tras de sí a tres hermanos expectantes y una esposa preocupada. El ambiente estaba tranquilo, las campanas habían dejado de sonar y se oía el cantar de los pájaros. Pinos, hayas, abetos y robles decoraban los márgenes del camino. Dentro del extenso recinto montañoso que formaban la sierra del Codo y la cordillera Amintalia, la vegetación crecía en pleno apogeo. Alkintur, el condado de Aelfrico, se encajaba en esta región perteneciente al reino del Oeste. Las tierras cultivadas ocupaban una extensión irrisoria, comparada con los vastos bosques de enormes árboles que ocultaban el cielo. Los campos de cereales y los viñedos se situaban en los pequeños valles que formaban los ríos nacidos en las montañas. De estas, los mineros extraían la preciada piedra caliza para la argamasa y el valioso mármol, y de los ríos, las fraguas y los molinos usaban para sus trabajos, la fuerza de sus aguas. Aelfrico había permitido la construcción de todo esto, sin el beneplácito de la capital del reino, continuando el proceso de autarquía que había comenzado su abuelo Genserico.
Thelín apareció frente a ellos con su característica forma triangular. Su caprichosa geometría se debía a que estaba construida entre dos ríos que bajaban hacia el Este donde finalmente se unían. Justo en el vértice que estos formaban y alzado sobre una colina se ubicaba el castillo del conde. Dos entradas, una situada al Norte y otra al Sur, se abrían en la empalizada que rodeaba a la villa, dando acceso a los habitantes a sus casas. La empalizada había sido construida con gruesos troncos, unidos firmemente entre sí e hincados en el suelo al menos un par de metros, dejando a la vista otros cinco metros hasta su extremo superior acabado en punta. La población de Thelín había crecido significativamente en las últimas generaciones bajo la protección que daba el castillo y esa afilada defensa. Además, la economía de la villa estaba floreciendo en detrimento de Zesco, la ciudad más importante del condado, ya que el comercio había ido aumentando poco a poco, a pesar de su peor localización. Zesco estaba situada en el límite Norte, en contacto con otros condados y muy próxima a la torre de Aymeric, crucial centro militar. Su situación la había convertido en una valiosa puerta para exportar los productos elaborados en el interior, pero hacía ya años que había ido perdiendo su influencia y su poder.
Hiparco y Roque otearon el cielo en busca de alguna bestia alada, pero no divisaron ninguna criatura peligrosa, tampoco oyeron gritos ni olieron a humo. Si había algún peligro, estaría lejos de la villa. Avanzaron algo más tranquilos hasta el río que pasaba más al Sur, el Serilión. Para atravesar el caudaloso río debían cruzar un puente de piedra. En un día normal, si hubieran transportado mercancías tendrían que haber pagado un peaje por utilizar el puente, pero hoy no estaba el vasallo que cobraba los dineros. Se acercaron a la empalizada y pronto el nerviosismo se hizo presente en los dos hombres. Todo estaba demasiado calmado. Habían esperado oír el ruido de la gente trajinando, preparando utensilios, hablando y levantando polvo, pero nada de eso parecía ocurrir, tan solo de vez en cuando se oía algún rumor que se llevaba rápidamente el viento.
—Vayamos a la plaza, no me gusta esta quietud —susurró Hiparco acercándose a su hijo.
Con paso vacilante, pasaron por debajo de la puerta ennegrecida donde habían muerto el amigo de Bertrán y otro joven, y sintieron un gran pesar. Al otro lado de la empalizada, las calles se arremolinaban una junto a otra como un rebaño de ovejas para darse calor. El aire corría raudo por ellas en el invierno y de esta forma se disminuía su agresividad. Las casas de los villanos eran de madera, paja y barro, y en algunos casos de piedras, si se las podían permitir los más acaudalados. Caminaban lentamente por las callejuelas flanqueados por casas vacías, hasta que, finalmente, la callejuela por la que andaban se abrió a la plaza y allí encontraron lo que buscaban.
—¡Pero si está toda la gente aquí!... ¿Qué hacéis...?
No le dio tiempo a terminar la frase, una gran figura se abalanzó sobre el viejo campesino derribándole.
—¡Orcos! —gritó Roque y se apresuró a sacar de su bolsa de cuero el martillo para golpearlo. Mas tampoco tuvo tiempo. Otro orco encaramado al techo de una de las casas saltó tras él, golpeándole en la espalda y tirándole al suelo.
—¡Una emboscada! —gritó su padre levantándose con toda la rapidez que pudo.
Hiparco blandió su cuchillo delante de los dos orcos y los hizo separarse de su hijo, que yacía con el hombro siniestro dislocado por el tremendo golpe.
Las dos criaturas no atacaron, se mantuvieron a distancia y dejaron que Hiparco se percatase de lo que ocurría. Efectivamente, los habitantes de la villa estaban allí, pero recluidos en una zona de la plaza donde al menos dos docenas de orcos los controlaban, además, otros tantos permanecían escondidos detrás de carros y barriles o en los tejados de las casas. Varios arqueros orcos con sus flechas envenenadas apuntaban a los campesinos, obligándolos a servir de cebo para los que iban viniendo so pena de tener una muerte lenta y muy dolorosa.
Que ellos habían tocado las campanas para dar el aviso y atraer así a la población, parecía algo seguro. Estaban a doscientos metros de la muralla del castillo pero de las tropas del conde no había ni rastro. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Hiparco al darse cuenta de que no había nada que hacer. Algunos de sus vecinos levantaron un poco la mirada para observar, otra vez, la dura escena que se repetía cada vez que llegaba alguien.
—¿Qué queréis? —gritó el campesino con voz ronca.
—Está bien viejo... creo que ya comprendes —dijo un tercer orco acercándose a ellos—. Primero tira tu arma y que tu acompañante también lo haga.
Hiparco se percató al instante de que el enorme orco que acababa de aparecer hablaba un perfecto idioma humano, lo que significaba que había estado mucho tiempo rodeado de ellos. El hombre dejó caer su cuchillo y, a un gesto de su mano, su hijo hizo lo mismo con el martillo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el orco.
La pregunta sorprendió tanto al padre como a su hijo. ¿Por qué unos seres tan bárbaros querrían saber el nombre de sus rehenes? Según los relatos contados de generación en generación, los orcos mataban a sus víctimas sin el menor interés hacia estas. Su naturaleza sanguinaria carecía de consideración. Un puñetazo propinado por el orco que lo había derribado lo sacó de su pensamiento.