Capítulo 2

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Poco antes de que Harún apareciera por el Este regando con su luz todo el paisaje, las campanas de Thelín empezaron a sonar en la lejanía. Su tañer frenético significaba una llamada de reunión urgente. Tras un sobresaltado despertar, Hiparco y Matilde se vistieron y entraron en la habitación de sus hijos. Los cuatro hermanos se habían despertado también con el repiqueteo pues, a pesar de la distancia que les separaba de la villa, en las mañanas despejadas y claras como esa era perfectamente audible. El viejo campesino se dirigió a la cocina con largos pasos.

—Seguramente los dragones no deben andar lejos y haya nuevos destrozos. El señor necesitará nuestra ayuda —dijo a sus hijos mientras buscaba provisiones—. ¡Roque, coge tus herramientas y prepárate! Saldremos en un momento.

—¡Eh! —se quejó Bénim—, nosotros también vamos.

—¡No! Vosotros os quedareis aquí. No quiero que os expongáis a ningún peligro innecesariamente.

El primogénito salió de la casa y fue al cobertizo donde los bueyes comían grano indiferentes a su presencia, levantó una pequeña trampilla del suelo, y sacó envueltas en un paño unas herramientas de metal. Su escondite era preciso, pues los metales como el hierro o el cobre, eran escasos y los ladrones con ellos hacían fortuna. Allí, en el cobertizo, debajo de la paja donde dormían los animales, no los buscarían. Metió un martillo, una pequeña sierra y varias puntas de hierro en una bolsa de cuero que se ató a la cintura y fue en busca de su padre. Este salía de la casa en esos momentos con un saco de tela blanca en bandolera cargado de alimentos, un cuchillo atado a la cintura y arrollándose en los riñones un cobertor para el frío de la noche. Cuando se proponían partir salió Matilde.

—¡Ten, Roque! —dijo esta mientras le ofrecía un vestido largo de tela, para que se lo pusiera encima de su vestimenta si empeoraba el tiempo.

—Gracias, madre.

—No os preocupéis, volveremos en cuanto podamos —dijo Hiparco.

Matilde se abrazó a su marido y le acarició la cara.

—Espero que así sea.

Partieron andando hacia el Norte dejando tras de sí a tres hermanos expectantes y una esposa preocupada. El ambiente estaba tranquilo, las campanas habían dejado de sonar y se oía el cantar de los pájaros. Pinos, hayas, abetos y robles decoraban los márgenes del camino. Dentro del extenso recinto montañoso que formaban la sierra del Codo y la cordillera Amintalia, la vegetación crecía en pleno apogeo. Alkintur, el condado de Aelfrico, se encajaba en esta región perteneciente al reino del Oeste. Las tierras cultivadas ocupaban una extensión irrisoria, comparada con los vastos bosques de enormes árboles que ocultaban el cielo. Los campos de cereales y los viñedos se situaban en los pequeños valles que formaban los ríos nacidos en las montañas. De estas, los mineros extraían la preciada piedra caliza para la argamasa y el valioso mármol, y de los ríos, las fraguas y los molinos usaban para sus trabajos, la fuerza de sus aguas. Aelfrico había permitido la construcción de todo esto, sin el beneplácito de la capital del reino, continuando el proceso de autarquía que había comenzado su abuelo Genserico.

Thelín apareció frente a ellos con su característica forma triangular. Su caprichosa geometría se debía a que estaba construida entre dos ríos que bajaban hacia el Este donde finalmente se unían. Justo en el vértice que estos formaban y alzado sobre una colina se ubicaba el castillo del conde. Dos entradas, una situada al Norte y otra al Sur, se abrían en la empalizada que rodeaba a la villa, dando acceso a los habitantes a sus casas. La empalizada había sido construida con gruesos troncos, unidos firmemente entre sí e hincados en el suelo al menos un par de metros, dejando a la vista otros cinco metros hasta su extremo superior acabado en punta. La población de Thelín había crecido significativamente en las últimas generaciones bajo la protección que daba el castillo y esa afilada defensa. Además, la economía de la villa estaba floreciendo en detrimento de Zesco, la ciudad más importante del condado, ya que el comercio había ido aumentando poco a poco, a pesar de su peor localización. Zesco estaba situada en el límite Norte, en contacto con otros condados y muy próxima a la torre de Aymeric, crucial centro militar. Su situación la había convertido en una valiosa puerta para exportar los productos elaborados en el interior, pero hacía ya años que había ido perdiendo su influencia y su poder.

Valores y Reinos (Parte I) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora