IV

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La blanquecina luminiscencia de la luna entraba por las ventanas del estudio del lujoso departamento de Mike, desplazándose con parsimonia, aunque con constancia, por los blancos azulejos del suelo. El ratón blanco estaba ofuscado frente a su portátil tratando de comprender y posteriormente encontrar una canción pop que pudiera adecuarse a su voz de jazz.

Le resultaba exasperante dicha tarea. La mayoría del pop lo cantaban bandas diseñadas para jóvenes que ni siquiera habían cruzado el umbral de la pubertad, con las hormonas alocadas y con la necesidad de un amor imposible. Y todas eran canciones tan... agh, no tenía un adjetivo que describiera la repulsión que les tenía.

Y lo peor era que casi no había buenas canciones.

Que si Selena.

Que si Sia.

Que si Katy.

Que si P!nk.

¿Es que no había algún cantante que fuera macho?

Siguió buscando hasta que dio con uno, un tal Justin Bieber. Frunció el ceño. ¿Quién en su sano juicio se pone «Bieber» como nombre artístico? Al seguir desplazándose se dio cuenta de que no era su nombre artístico, sino su nombre real. «Pobre diablo.» Cliqueó una de sus canciones y le bastó con oír quince segundos para dejarla de lado. Jamás cantaría aquello.

Suspiró cansado y siguió bajando, le quedaban pocos artistas de los cuales sacar una buena interpretación... claro, si lograba encontrar alguno que lo convenciera. La puerta del despacho se abrió con un ligero roce contra la alfombra, su novia entró y le sonrió con cariño.

—Ven a dormir, Mike —dijo ella.

Mike alzó la mirada y se topó con los ojos marrones claros de Nancy. Se frotó el entrecejo y se levantó de la silla. Por más enojado que estuviera no podía desquitarse con ella, hasta él tenía límites. Después de todo, no podía enojarse con su salvadora. Su mente evocó el escalofriante recuerdo de su casi muerte a manos de los osos y el momento en que ella apareció como caída del cielo, en el auto que había dejado aparcado a unos prudentes cincuenta metros del bar de los osos, y lo salvó.

Poco después casi les da un infarto al percatarse de que uno de los osos, el jefe, había logrado sostenerse del parachoques trasero del auto y capturarlos. Mike negoció arduamente con ellos (a base de súplicas), pero fue Nancy quien les dijo que se llevaran el auto como primer pago y garantía y, según Mike fuera ganando dinero, se los iría reembolsando.

—Es mejor que te llegue el dinero lento a que tengas un muerto que no te vaya a pagar, genio.

Los osos se habían mantenido en un silencio que le helaba la sangre a Mike, convirtiéndosela en finas agujas de hielo que le atravesaban la piel; y entonces, el jefe asintió, dándole la razón. En el transcurso de dos semanas y de varias presentaciones, tanto en el teatro como a clientes particulares con gustos por Sinatra, mayormente animales de alto estatus social, saldó la deuda con los osos. Aunque tuvo que pagar el triple de la cantidad.

Miró su chaqueta en el espaldar de su silla y pensó en llevarla a su cuarto. Bah, mañana mejor. Guardó los últimos artistas de pop que le quedaban, uno de esos dos le interesaba porque no era tan actual: Michael Jackson, Bruno Mars y Maroon 5. Mañana decidiría cuál de ellos elegiría.

Caminó hasta Nancy y le pasó una pata por la cintura.

—Vamos a la cama, muñeca —dijo, saliendo del despacho y cerrando tras él—. Necesito despejarme la mente.



Entrar a la cárcel siempre era un poco incómodo para Johnny. Los altos muros de hormigón formaban un cuadrado perfecto, como si la cárcel estuviera dentro de una cerca de cinco metros de alto, aunque donde tenían a los reclusos era mucho más alto. De ahí el por qué su padre pudo huir durante su primera presentación.

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