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Llego a mi casa a pie y con la bufanda sobre la mitad de mi cara. Mi auto ya debe estar en pedazos. Al menos tengo mi casa.

Ah, pero cuando la veo noto que está cubierta de pintas grotescas y degradantes. Las amenazas, como siempre, no faltan. Hay de todos los colores.

Bah, me da igual. Entro por la rejilla. Nadie pudo haberse colado. Algo es algo.

Enciendo las luces.

Bueno, no. Intento encenderlas. Pero no hacen caso. Pruebo con la tele. Nada. Me tiro en el sofá y marco el número del proveedor.

—¿Cuál es el problema?

—No tengo luz.

—Indíqueme su número de cliente.

Así lo hago.

—No se ha efectuado un corte en su zona —me dice—. Lo más probable es que haya un problema con los fusibles de su hogar. Verifique su estado.

—¿Mandará a alguien que me asista? Preferiblemente que no sea aficionado al fútbol.

—El estado de sus fusibles no corresponde a la responsabilidad de la empresa.

Por supuesto que no. Pero, ¿quién jodería los fusibles de mi casa? Si casi no tengo enemigos...

Cuando regreso a la acera, una pintada fluorescente en mi fachada me sonríe:


LA CONCHA DE TU MADRE, HIJO DE PUTA


No sé por qué, pero me hace pensar en mi madre y el barrio en el que me crió.

EuforiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora