En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor
dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía
asombrada y enojada. ¿Por qué vino ––se decía–– para estar en silencio, serio e
indiferente?»
No podía explicárselo de modo satisfactorio.
«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no
conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan
callado? ¡Qué hombre más irritante! No quiero pensar más en él.»
Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su
hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.
––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente
tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que
venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos
indiferentes.
––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth riéndose––. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!
––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.
––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre. No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se
entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero
habían hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un
numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias eran esperados llegaron con
toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a
Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas
al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de
invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar
sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.
Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble
indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su
amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos
también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero de alarma.
La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía
por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de
que si sólo dependiese de él, su dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar
de que no se atrevía a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se
sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba al otro lado de la
mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les
era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No
estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se
hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta
antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que
todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir
que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.
Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no
acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada.
Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de los
caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependía
para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.
«Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»
Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero
desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la
señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas tan apiñadas que
no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los
caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:
––Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen
ninguna falta, ¿no es cierto?
Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la vista y
envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y
llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.
«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor.
No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que supondría una
segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos.»
Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de cafe, y ella
aprovechó la oportunidad para preguntarle:
––¿Sigue su hermana en Pemberley?
––Sí, estará allí hasta las Navidades.
––¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos? ––Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a
pasar estas tres semanas.
A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido hablar, ¡con
qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en
silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Elizabeth, y entonces
él se retiró.
Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas
las señoras. Elizabeth creyó entonces que podría estar con él, pero sus esperanzas
rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a
sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde
estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se volvían tan a
menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro perdieron todas las partidas.
La señora Bennet había proyectado que los dos caballeros de Netherfield se
quedaran a cenar, pero fueron los primeros en pedir su coche y no hubo manera de
retenerlos.
––Bueno, niñas ––dijo la madre en cuanto se hubieron ido todos––, ¿qué me decís?
A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien
presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el
mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos
sirvieron la semana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señor Darcy reconoció que
las perdices estaban muy bien hechas, y eso que él debe de tener dos o tres cocineros
franceses. Y, por otra parte, Jane querida, nunca estuviste más guapa que esta tarde; la
señora Long lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿qué crees que me dijo,
además? «¡Oh, señora Bennet, por fin la tendremos en Netherfield!» Así lo dijo. Opino
que la señora Long es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas
muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.
Total que la señora Bennet estaba de magnífico humor. Se había fijado lo bastante
en la conducta de Bingley para con Jane para convencerse de que al fin lo iba a
conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasías sobre el gran porvenir que esperaba a su
familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchísimo al ver que Bingley
no se presentaba al día siguiente para declararse.
––Ha sido un día muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡Qué selecta y qué
cordial fue la fiesta! Espero que se repita.
Elizabeth se sonrió.
––No te rías. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he aprendido a
disfrutar de su conversación y que no veo en él más que un muchacho inteligente y
amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo
encuentro que su trato es dulce y más atento que el de ningún otro hombre.
––¡Eres cruel! ––contestó su hermana––. No me dejas sonreír y me estás
provocando a hacerlo a cada momento.
––¡Qué difícil es que te crean en algunos casos!
––¡Y qué imposible en otros!
––¿Por qué te empeñas en convencerme de que siento más de lo que confieso?
––No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo enseñamos
lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu indiferencia, es mejor
que yo no sea tu confidente.