Habría sido completamente normal que el novio de la yaya fuera a dormir cada día a su habitación, y que se duchara en su baño, y que tuviera su vida y sus cosas apartadas de mi existencia.
Pero no.
Xavier Bennàzar, que acababa de cumplir los ochenta y tres pero yo insistía en llamarle nonagenario, cada mañana, a las seis en punto, iba a ducharse a mi baño, y se afeitaba en mi lavabo.
La primera vez que lo hizo, pensé que había soñado. Es decir, ese hombre no tenía nada que hacer en mi habitación, así que no me lo tomé en serio. No fue hasta pasada una semana cuando me di cuenta de que no estaba soñando, que iba en albornoz y chanclas para entrar y para salir cada día a las seis, y se metía en mi baño con todo el morro del mundo.
Cuando quise aclararlo, la excusa que puso mi abuela fue que tenían el mismo horario de ducha, como si fuera algo normal, y que mi habitación era la más cercana a la suya, por lo que era más sencillo ducharse en mi baño. No entendía nada.
Por si fuera poco que cada día a las seis de la mañana un hombre ajeno a mi persona me despertara y, durante casi una hora estuviera desnudo al otro lado del baño, que era mío, estaban los tres cerdos con los que se había presentado Xavier el día de su mudanza, que habían ido en el asiento trasero de su furgoneta Citroën blanca.
Si uno me despertaba, los otros tres no me dejaban dormir.
No teníamos una pocilga como tal en nuestro jardín, así que mi padre había improvisado pasada la valla que nos separaba del otro terreno, cuyo dueño nunca había hecho acto de presencia, un pequeño recinto con charca incluida aprovechando la pared de marés derrumbada y el espacio que eso nos otorgaba a nosotros, a los que, si nos pillaban, podían acusar de allanadores de la propiedad.
El caso era que los tres cerdos, que tenían poco más de un año, justo como Morcilla Junior, se pasaban el día llamando a la cerda con sus gruñidos de animal en celo, y a mí me afectaba especialmente porque mi habitación daba al jardín trasero. Claro estaba que la casa estaba aislada del ruido, pero ni el cabezal de la cama en la que la Mares y el Mañanas habían copulado cuando vinieron a joder la existencia a esta familia, ni los gruñidos tras la ventana entreabierta de mi habitación me libraban del sonido. Me sentía una maldita desgraciada.
Hablando del Mañanas, cuando empezaron a aparecer fotos mías por Internet y a especular sobre mí y mi procedencia, decidió que lo mejor era desaparecer. Su padre, el Excusas, tenía una de las plantaciones de naranjas más importantes de Andalucía, y que se le relacionara conmigo, una vulgar y embarazada criada danesa con complejos de puta según la Forbes -aunque nunca dicho con estas mismas palabras-, no ayudaría para nada al negocio familiar. Si hubiera sabido que, al empezar a hablar mal de mí, se iba a ir de esta casa por siempre, habría sido yo la que hubiera empezado el rumor. Vaya tío pesado estaba hecho.
Después de un par de días de reflexionar sobre mi falta de sueño y que ya empezaba a delirar, decidí dormir en otra habitación. Era una sensación extraña, esa de encontrar ruido hasta debajo de las piedras, y lo último que me apetecía en aquel momento era echarme en una cama, y dormir. Sin ruido.
Eran las dos y media de la madrugada, y, claro, todos dormían, excepto el Cogorzas, que ese día había cambiado su rumbo y había ido a emborracharse a Alcudia, donde se celebraba la verbena, y más de mil adolescentes se decidían a hacer botellón en las playas, así, para parecer más guay de lo que nadie había pretendido jamás. Y, por supuesto, el Cogorzas estaba en su salsa, a riesgo de parecer un pederasta, acompañado de Juan, mi amigo de la universidad, que se había ofrecido a cuidarle en una operación ultra secreta.
Como a mí me apetecía dormir, salí de mi habitación, que, por cierto, estaba hecha un desastre, y corrí hacia la que estaba en la otra punta, tras las escaleras. Creo que fue la idea más inteligente que tuve en años.
–¿Qué se supone que estás haciendo?– chilló mi padre, cuando entré en la habitación rosa y con tres camas, ahora juntas, que había pertenecido al guiri pero que ahora era de las trillizas.
–Hostia puta...
No me hizo falta encender la luz para ver a Gali completamente desnuda debajo de mi padre, que seguía moviéndose alante y atrás a pesar de mi presencia allí. Creo que fue la peor imagen que he visto en mi vida.
Cuando cerré la puerta, asegurándome de que nada se quedaba enganchado en ella, como, por ejemplo, las bragas kilométricas de la novia de mi padre que había en el suelo, y miré al cielo, dirigiendo a Dios todas mis súplicas.
Al final, decidí ir a dormir a la habitación de mi padre, ya que estaba demasiado ocupado como para volver, y me enredé entre sus sábanas antes de volver a pensar en el guiri.
No sabía nada de él, más que era un príncipe, que estaba muy bueno, y que se había acostado conmigo. Era extraña aquella sensación de pensar que conoces a alguien cuando en realidad todo es mentira, o ni siquiera el afectado lo sabe. Me sentía una desgraciada, una vez más.
Quise tomarme una pastilla para ayudarme a dormir aquella noche, ya que lo que acababa de ver no me había ayudado para nada a conciliar el sueño, pero, al abrir el cajón de la mesita de noche, me arrepentí. Nunca pensé que allí sólo habría juguetes sexuales de mujer y muchos condones. Mi padre era tradicional, hasta donde yo sabía.
Rodé sobre la cama un par de veces, hasta que, agotada, conseguí dormirme.
Y esa noche soñé con lo que acababa de encontrar, cómo no, y con el guiri, porque, desde el día en que se marchó, mi inconsciente quería devolverlo a mi lado. Y ese era el momento del día en el que podía volver a verle, en el que sentía que no estaba sola. El único en el que nadie hacía suposiciones sobre mí, porque nadie le había encontrado todavía.
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La gilipollas que dejó de ser gilipollas para ser princesa
ChickLitSegunda parte de "El príncipe que dejó de ser príncipe para ser gilipollas". A Josefina Cortázar Tresillo las cosas le siguen saliendo tan bien como un año atrás. La convivencia con su desestructurada y errática familia deja mucho que desear, y par...