CANTO XXVI

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Alégrate, Florencia, pues eres tan grande, que tu nombre vuela por mar y
tierra, y es famoso en todo el infierno. Entre los ladrones he encontrado cinco de
tus nobles ciudadanos; lo cual me avergüenza, y a ti no te honra mucho. Pero, si
es verdad lo que se sueña cerca del amanecer, dentro de poco tiempo conocerás
lo que contra ti desean, no ya otros pueblos, sino Prato; y si este mal se hubiese
ya cumplido, no sería prematuro. ¡Así viniese hoy lo que ha de suceder, pues
tanto más me contristará, cuanto más viejo me vuelva!
Partimos; y por los mismos escalones de las rocas que nos habían servido
para bajar, subió mi Guía, tirando de mí. Prosiguiendo la ruta solitaria a través de
los picos y rocas del escollo, no era posible mover un pie sin el auxilio de la
mano. Entonces me afligí, como me aflijo ahora, cuando pienso en lo que vi; y
refreno mi espíritu más de lo que acostumbro, para que no aventure tanto que
deje de guiarlo la virtud; porque, si mi buena estrella u otra influencia mejor me ha
dado algún ingenio, no quiero yo mismo envidiármelo. Así como en la estación en
que aquel que ilumina al mundo nos oculta menos su faz, el campesino que
reposa en la colina a la hora en que el mosquito reemplaza a la mosca, ve por el
valle las luciérnagas que corren por el sitio donde vendimia y ara, así también vi
resplandecer infinitas llamas en la octava fosa, en cuanto estuve en el punto
desde donde se distinguía su fondo. Y como aquel a quien los osos ayudaron en
su venganza vio partir el carro de Elías, cuando los caballos subían erguidos al
cielo, de tal modo que no pudiendo sus ojos seguirle, sólo distinguían una ligera
llama elevándose como débil nubecilla, así también noté que se agitaban aquéllas
en la abertura de la fosa, encerrando cada una un pecador, Pero sin manifestar lo
que ocultaban. Yo estaba sobre el puente, tan absorto en la contemplación de
aquel espectáculo, que, a no haberme agarrado a un trozo de roca, hubiera caído sin ser empujado. Mi Guía, que me vio tan atento, me dijo:
- Dentro del fuego están los espíritus, cada uno revestido de la llama que le
abrasa.
- ¡Oh, Maestro! -respondí-, tus palabras han hecho que me cerciore de lo
que veo, pero ya lo había pensado así y quería decírtelo. Mas dime: ¿quién está
en aquella llama que se divide en su parte superior, y parece salir de la pira
donde fueron puestos Eteocles y su hermano?
Me contestó:
- Allí dentro están torturados Ulises y Diomedes; juntos sufren aquí un
mismo castigo, como juntos se entregaron a la ira. En esa llama se llora también
el engaño del caballo de madera, que fue la puerta por donde salió la noble
estirpe de los romanos. Llórase también el artificio por el que Deidamia, aun
después de muerta, se lamenta de Aquiles, y se sufre además el castigo por el
robo del Paladión.
- Si es que pueden hablar en medio de las llamas -dije yo-, Maestro, te pido
y te suplico, y así mi súplica valga por mil, que me permitas esperar que esa
llama dividida llegue hasta aquí; mira cómo, arrastrado por mi deseo, me
abalanzo hacia ella.
A lo que me contestó:
- Tu súplica es digna de alabanza, y yo la acojo; pero haz que tu lengua se
reprima, y déjame a mí hablar; pues comprendo lo que quieres, y quizás ellos,
siendo griegos, se desdeñarían de contestarte.
Cuando la llama estuvo cerca de nosotros, y mi Guía juzgó el lugar y el
momento favorables, le oí expresarse en estos términos:
- ¡Oh vosotros, que sois dos en un mismo fuego! Si he merecido vuestra
gracia durante mi vida, si he merecido de vosotros poco o mucho, cuando escribí
mi gran poema en el mundo, no os alejéis; antes bien dígame uno de vosotros dónde fue a morir, llevado de su valor.
La punta más elevada de la antigua llama empezó a oscilar murmurando
como la que agita el viento; después, dirigiendo a uno y otro lado su extremidad,
empezó a lanzar algunos sonidos, como si fuera una lengua que hablara, y dijo:
- Cuando me separé de Circe, que me tuvo oculto más de un año en Gaeta,
antes de que Eneas le diera este nombre, ni las dulzuras paternales, ni la piedad
debida a un padre anciano, ni el amor mutuo que debía hacer dichosa a
Penélope, pudieron vencer el ardiente deseo que yo tuve de conocer el mundo,
los vicios y las virtudes de los humanos, sino que me lancé por el abierto mar sólo
con un navío, y con los pocos compañeros que nunca me abandonaron. Vi
entrambas costas, por un lado hasta España, por otro hasta Marruecos, y la isla
de los Sardos y las demás que baña en torno aquel mar. Mis compañeros y yo
nos habíamos vuelto viejos y pesados cuando llegamos a la estrecha garganta
donde plantó Hércules las dos columnas para que ningún hombre pasase más
adelante. Dejé a Sevilla a mi derecha, como había dejado ya Ceuta a mi
izquierda. ¡Oh hermanos, dije, que habéis llegado al Occidente a través de cien
mil peligros!, ya que tan poco os resta de vida, no os neguéis a conocer el mundo
sin habitantes, que se encuentra siguiendo al Sol. Pensad en vuestro origen;
vosotros no habéis nacido para vivir como brutos, sino para alcanzar la virtud y la
ciencia. Con esta corta arenga infundí en mis compañeros tal deseo de continuar
el viaje, que apenas los hubiera podido detener después. Y volviendo la popa
hacia el Oriente, de nuestros remos hicimos alas para seguir tan desatentado
viaje, inclinándonos siempre hacia la izquierda. La noche veía ya brillar todas las
estrellas del otro polo, y estaba el nuestro tan bajo que apenas parecía salir fuera
de la superficie de las aguas. Cinco veces se había encendido y otras tantas
apagado la luz de la luna desde que entramos en aquel gran mar, cuando
apareció una montaña obscurecida por la distancia, la cual me pareció la más alta
de cuantas había visto hasta entonces. Nos causó alegría, pero nuestro gozo se
trocó bien pronto en llanto; pues de aquella tierra se levantó un torbellino que
chocó contra la proa de nuestro buque: tres veces lo hizo girar juntamente con las
encrespadas ondas, y a la cuarta levantó la popa y sumergió la proa como plugo
al otro, hasta que el mar volvió a unirse sobre nosotros.

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