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—Aquí dice que durante todo el embarazo debemos tararear una canción —explica Andrés—, “algo que su hijo recordará cuando nazca y le regresará a esa época feliz en el útero”. Así dormirá plácidamente sin que tengamos aplicar ningún fármaco. Suena tan fácil...

Matilde está tendida en el sillón de la sala de estar, con una pierna arriba del respaldo y la otra anclada al suelo, desnuda y ceñuda, hermosa a los ojos de Andrés que mantiene su mano derecha sobre el vientre y la izquierda ocupada con un polímero. Se lo entregaron en la biblioteca esta mañana, con textos de cuidado del embarazo y del recién nacido que datan de mediados del siglo XXI.

Tu mano está caliente, reclama ella pero Andrés la ignora. El bebé acaba de dar una patada.

—¿Cómo lo vamos a llamar? —pregunta él e inmediatamente desfilan una serie de nombres por su mente, mezclándose con los que recuerda Matilde. Realizan un antiguo juego, el mismo que seguían cada noche durante el sexo hasta que se enteraron del embarazo. Andrés deja el libro en el suelo, que se enrolla sobre sí mismo hasta parecer una vara de mago. Coloca ambas manos en los pechos de Matilde, compartiendo el contacto con la mayor cantidad de piel posible.

Sienten el calor del verano y el aire fresco que entra por la ventana confabulando con el ardor de sus cuerpos, y luego de un breve ejercicio de sincronización funden sus mentes a nivel superficial. Los nombres aparecen como esferas en su imaginación compartida, como cápsulas que a su vez contienen un puñado de memes que hacen referencia a distintas historias asociadas a cada nombre y su significado.

—IGNACIO —dicen en voz alta al unísono. Se separan cuando Ignacio da una serie de patadas.

Supongamos que le gusta, piensan en conjunto antes de romper la conexión, quedándoles una desagradable sensación de vacío.

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora