Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes
comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el
vestíbulo del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista
impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era
idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un nombre menos. Bastaba
con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena
refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el
ambiente del metro a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los
preparativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta
tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias,
exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas,
construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías...
La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y
confeccionaba una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba
mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que
iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes de los
incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete
caían con más frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que
nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del
Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo
salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un
tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas—chas de sus
renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a
media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los
niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel
higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas
por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando
carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente
alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria
era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y
era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra
vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba
tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable
cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No
tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura
de un soldado eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica
inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar.
Desde cualquier parte que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el
escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin
aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más retratos de este enemigo
simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que normalmente se mostraban apáticos
respecto a la guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de
patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohetes habían
matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente
entierro que duró muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó
en un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de éstos fueron
despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie,
centenares de carteles representando al soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas
y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los
cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de extranjería pereció
abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y
Winston se quedaban echados uno junto al otro en la desnuda cama bajo la ventana abierta,
desnudos para estar más frescos. La rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente
con ese calor. No importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban
pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor
con los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al despertar se encontraban con que las chinches se
estaban formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí
durante el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra a todas horas. Le parecía que ya no
lo necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le molestaban; en realidad casi habían
desaparecido y por las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado de serie intolerable,
no sentía la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar
palabrotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante
reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que existiese aquella
habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un
mundo completo, una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían circular.
También el señor Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía hablar con
él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una
existencia fantasmal entre la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se
guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con una enorme
bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles mercancías, con su larga nariz y
gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de
mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que
tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñándoselo sólo para
que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita de música.
Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones
olvidadas. Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido
y otra que relataba la muerte del pobre gallo Robin. «He pensado que podría gustarle a usted» —
decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca
recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo
presente— que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos
les resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada
sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco
minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se sentían seguros, sino
que tenían una sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras
estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era dificil y peligroso, pero el refugio era invulnerable.
Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como si fuera posible
penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia
se entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por
tiempo indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida
natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles
maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una
fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los dos sabían que
todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el
suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un
presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento
respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían
idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de
entrar en ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y
O'Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a O'Brien y decirle que era
enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una locura
semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que
Winston confiase en O'Brien basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba
por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus normas si
creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir jamás
una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía,
eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los
que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del
Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres
nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los
procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los
tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de
Odio siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor
idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro de la
Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y
sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Partido
era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía
hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos aislados de violencia como matar a
alguien o poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una
vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle
importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas
cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo
para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. También
despertó en él Julia una especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo
peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas, pero Julia nunca discutía las
enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la
mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por
ejemplo —porque lo había aprendido en la escuela— que el Partido había inventado los aeroplanos.
(En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta y tantos, el Partido
no pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro; una docena de años
después, cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra
generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que los
aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció a la joven
carecer de todo interés. ¿Qué importaba, después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos?
Mucho más le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado en
guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde luego, para ella la guerra
era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el nombre del enemigo había
cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto
le impresionó mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una
muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto de hora. Al final, logró
hacerle recordar confusamente que hubo una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no
Eurasia. Pero ella seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con
impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las noticias de
guerra son todas una pura mentira.»
A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las descaradas falsificaciones
que él perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia
de Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano
casualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el sentido de lo
que Winston decía.
—¿Es que eran amigos tuyos? —le preguntó.
—No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran
mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.
—Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse comprender:
—Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta
de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos
cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas
conocemos nada de la Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los
documentos han sido destruidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez escritos, los
cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los edificios tienen nuevos nombres y todas las
fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha
parado en seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido lleva siempre
razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo aunque se
trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el hecho, no quedan pruebas. La
única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser
humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener
en mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber ocurrido; años
después.
—Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
—De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión
semejante guardaría el papel.
—¡Pues yo no! —dijo Julia—. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por algo que merezca
la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la hubieras
guardado?
—Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y habría sembrado
algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a alguien. No creo que
podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen
algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando
testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar
nuestra obra.—No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
—No eres una rebelde más que de cintura para abajo —dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando
Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la
degeneración de la realidad objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría
espantosamente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en
esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a
ella le interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston
persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una
de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles.
Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la ortodoxia sin tener
idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo inventada por el
Partido se imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las
violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que
se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo
que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo
tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que
un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.
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1984 George Orwell
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