02 La llegada a la edad media

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La tal Lana resultó ser una chica guapa y rellenita con una lengua inquieta que me tenía los oídos fritos. Hablaba mucho y muy rápido, mientras me seguía dos pasos por detrás igual que un animal de compañía con su melenita color miel agitándose como un par de orejas de cocker. Cargaba con una maleta que habría resultado ridículamente pequeña.

Nunca entendería a esas mujeres cuyo equipaje cabía en la cabina del avión.

Yo siempre debía facturar mis dos preciosas maletas de tamaño monstruoso, cerradas tan a presión que había que usar gafas protectoras para volver a abrirlas.

—¿Le importa si me quedo con la ventana? —preguntó Lana con su voz cantarina—. Me gustaría ver el paisaje.

—Sí, sí, lo que quieras —respondí sin hacerle mucho caso. Me importaba bien poco lo que hubiese tras esos cristales, lo que yo necesitaba era consultar mi correo electrónico.

Me tiré casi todo el camino pendiente del teléfono, hasta que la cobertura se fue jodiendo poco a poco y ya no pude hacer otra cosa que jugar al Candy Crush. Mientras tanto, la cansina de Lana miraba embobada los árboles al otro lado y soltaba alguna frase del tipo: «a mi padre le encantaría ver esto».

Me limité a soltar una serie de «ajá» durante un tiempo que me pareció infinito.

—No sé qué es lo que te parece tan increíble —dije sin levantar la vista de la pantalla, un poco harta de tanto suspiro—. También tenemos árboles en Barcelona. E Internet —añadí de mala gana, intentando por enésima vez enviar un whatsapp a mi amiga Mara.

—Pero fíjese en esos colores — insistió—. Son tan vivos, tan llamativos. Es como si te hablaran, ¿no?

¿Qué carajo se había fumado esta chica? Verde. Eran putas tonalidades de verde, sin más.

—Lo que tú digas.

—¿No le gusta la naturaleza? —quiso saber.

Levanté la vista para enfrentarme a unos ojos, también de un verde vivo, que mostraban curiosidad. Me encogí de hombros, sin saber muy bien qué responder. ¿Me gustaba la naturaleza?

Tal vez. ¿Pero me gustaba sentir que me alejaba de la civilización hacia una tierra perdida en la que la cobertura solo era una leyenda? Pues no, para nada.

—Sí, si puedo verla desde la distancia, como un mural precioso desde mi suite de lujo a quince pisos del suelo.

Lana se rio un poco, pero sacudió la cabeza y buscó de nuevo su amado paisaje. Me quedé mirando la parte trasera de su cabeza un instante y me entretuve en los reflejos dorados que el sol le arrancaba a través del cristal y que me recordaron a los que Andre también tenía. Suspiré, deseando que fuera él quien me hubiera acompañado y no esa chica simplona que fantaseaba con las hojas de los árboles y las nubes de formas caprichosas.

Tras casi una hora de viaje, por fin llegamos a la estación de Seebach. Y allí, no nos quedó más remedio que esperar a que pasara el único maldito autobús que nos podría acercar al pueblo de Andre. Bueno, si a esa cafetera podía llamársele «autobús».

—¿Falta mucho para llegar? Me estoy mareando —me quejé tras un rato.

Lana desplegó el mapa que sujetaba desde que habíamos bajado del avión.

—Solo un par de paradas más.

Un par de paradas que se me hicieron interminables. Cuanto más avanzaba el autobús, más árboles se veían y, por tanto, menos edificios.

No era una buena señal.

—¡Ya estamos! —celebró Lana al fin. Arrastré las maletas con un esfuerzo titánico, pero entonces Lana, que ya había bajado su escaso equipaje, se cargó a pulso una de ellas. La miré fijamente, sorprendida porque alguien de esa estatura tuviera semejante fuerza.

Todo apesta, incluido tú (León Goretzka)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora