II

6 0 0
                                    


Una línea horizontal anaranjada atraviesa el gastado celeste del cielo y se posa sobre las poquísimas fachadas de las casas. El frío cala los huesos y duele. Una madre cruza la avenida con prisa con sus dos niños en mano, más las bolsas de comida que, seguramente, resguarda para resistir al fin de mes.

Los micros pasan por ahí cada cuarenta minutos. Un señor con un saco de paño corto se pasea de metro a metro sobre la parada. Un joven tiene en brazos a su hija, con un gorrito gris precario, y si se lo mira un ratito a los ojos se transparenta más experiencia que años.

Miro al súper mayorista, el único sobre esta región. Advierto un rato a una chica de pelo negro, brilloso, comiendo unas frituras sobre un Peugeot. La brecha económica nunca es tan evidente cuando se recorre el centro de la ciudad. Acá todo nos recuerda que somos pobres, más cuando esos cuarenta minutos a veces se hacen hora y media. Yo me pongo la capucha de piel de mi campera. Caminé sobre el puente del arroyo tres cuadras que me parecieron eternas mientras los autos me respiraban en la espalda. Me estremezco mientras estoy grabando un audio a mi hermana para avisarle que antes de volver a casa me voy a 7 y 49, al banco, a ver si saco unos mangos para acompañarla de prepo a la playa.

Mientras parasitariamente me voy a pasar un fin de semana a Pinamar, a mi izquierda, hay una chica con una bebita helándose esperando el maldito micro. Si lo pienso un poco más, me muero. Los autos parecen gritarnos cuando doblan en la rotonda. En los siguientes kilómetros lo que podemos encontrar es poco y nada: una maderera, un campo de rugby y Tolosa; así que tomar un taxi es una ocurrencia propia de alguien con complejo de superioridad. Acá no podemos darnos tantos lujos, por eso yo creo que si nos observan de lejos lo que notarán es que nos embobamos cuando el 561 pasa del otro lado de la calle. Qué frío. Prendo un pucho para ver si yo también puedo calmar mi ansiedad, y eso que ni siquiera me atreví a mirar la hora, no vaya a ser que venga un guacho y me robe el celular. Y si lo hace no lo culpo, aunque ni yo ni éstos que están conmigo queremos, formamos parte del ladrillo del gran muro de exclusión que lo deja afuera.

A las seis y media —faltando casi diez minutos para que pase el micro— me imagino que en otro que pasó estuvo mamá, que sale a las seis de laburar en la casa del viejo Javier, el que tiene mil hernias en la columna, y a su hijo Matías que tiene osteoporosis. Papá ya debe haber llegado a casa después de burrear con las canchas de tenis en City Bell.

Ya nos ponemos nerviosos porque bajó el sol y no hay luz, pero atisbamos el verde que viene doblando en la rotonda, al fin. Subimos casi todos, primero la chica con el bebé, el pelado con su saquito de paño me deja pasar, y abajo el pibe con su hijita parece decepcionado. Se queda en la parada.

Adentro está lleno, y aunque puede llegar a fastidiar, el calor es el regalo de la periferia. 

You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: Mar 26, 2018 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

COTIDIANIDADWhere stories live. Discover now