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El suave llanto resonaba en la habitación pintada de azul marino. Cuerpo tumbado en la cama y mejillas color carmesí. Se incorporó provocando que varios mechones de ondulado cabello se posaran desparramados sobre su rostro. Hacía días que no salía, no comía, no sentía.
Su cama era la pequeña burbuja que lo alejaba de lo tóxico que el mundo podía ser. Siempre estaba sólo, e incluso cuando no lo estaba se sentía así.
El golpeteo de la puerta lo alejó de su profundo estado estático, esta se abrió seguida de la silueta de su madre con la habitual bandeja que traía el almuerzo, o a veces el desayuno, o la merienda, o la cena. Él solía rechazarla y agradecer, esa vez no fue la excepción. Su madre insistió por unos momentos pero finalmente se rindió, con la creciente impotencia de no poder ayudar a su hijo dando puntadas en su corazón.
Así era normalmente. Ya no asistía a la escuela, ya no le preocupaba su futuro. Sólo, siempre se sentía sólo. Y tal vez lo estaba; a los demás no les agradaba, su madre comenzaba a cansarse, no tenía ningún amigo, no tenía nada.
La soledad lo había hundido y ya no podía salir de ahí, o siquiera intentaba hacerlo. Cada día más cansado, todo el tiempo en su piyama de rayas moradas. Ojos celestes cristalizados y siempre apagados. Por las noches casi no podía dormir, observaba las estrellas desde el marco de la ventana. Sentía que ellas eran libres allá a lo alto y él quería serlo también, quería ser libre de su depresivo tormento.
Sin voluntad no hay cambio, sin cambio solo persiste la soledad. Y la soledad es un infierno que consume la luz de todo ser.
Y en algún momento lo consumiría, era cuestión de tiempo para que su escencia se desvaneciera con la brisa de una satisfactoria despedida.
⛧Gracias por leer;
Alex.
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