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A m p l i a n d o e l c í r c u l o d e
l a c o m p a s i ó n
Sólo podemos reconocer lo que estamos sintiendo si nos
hallamos en un espacio abierto y libre de juicios. Es
únicamente en un espacio abierto, en el que ya no estamos
atrapados del todo en nuestra propia versión de la realidad,
donde podemos ver y escuchar y sentir quiénes son
realmente los demás, lo cual nos posibilita estar con ellos y
comunicarnos con ellos apropiadamente.

CUANDO HABLAMOS de compasión, generalmente nos
referimos a trabajar con los que son menos afortunados
que nosotros. Como tenemos una buena educación, buena
salud y más oportunidades que otros, deberíamos
mostrarnos compasivos hacia los que no tienen nada de
esto. Pero cuando trabajamos con las enseñanzas sobre el
despertar de la compasión y la ayuda a los demás, nos
damos cuenta de que la acción compasiva tiene tanto que
ver con el trabajo sobre nosotros mismos como con el
trabajo con los demás. La acción compasiva es una de las
prácticas más avanzadas, porque no hay nada más
avanzado que relacionarse con los demás. No hay nada
más avanzado que la comunicación, la comunicación
compasiva. Relacionarse compasivamente con los demás
es un desafío. Comunicar verdaderamente de corazón y
estar por alguien —nuestro hijo, esposa, padre, cliente, paciente, o los sin techo de la calle— implica no cerrarnos
a esa persona, y eso significa fundamentalmente no
cerrarnos a nosotros mismos; significa permitirnos sentir
lo que sentimos, en vez de rechazarlo. Significa aceptar
todos y cada uno de nuestros aspectos, incluso aquellas
partes que no nos gustan. Hacer esto requiere de apertura,
lo cual en el budismo recibe a veces el nombre de «vacío»:
no aferrarse ni quedarse atrapado en nada. Sólo podemos
reconocer lo que estamos sintiendo si nos hallamos en un
espacio abierto y libre de juicios. Es únicamente en un
espacio abierto, en el que ya no estamos atrapados del
todo en nuestra propia versión de la realidad, donde
podemos ver y escuchar y sentir quiénes son realmente
los demás, lo cual nos posibilita estar con ellos y
comunicarnos con ellos apropiadamente.
Hace poco estuve hablando con un hombre que ha
estado viviendo en las calles los últimos cuatro años.
Nadie le mira ni le habla nunca. Quizá algunas personas le
dan algo de dinero, pero nadie le mira a los ojos y le
pregunta cómo está. La sensación de que no existe para los
demás, la sensación de soledad y de aislamiento es intensa.
Él me recordó que la esencia del discurso y de la acción
compasiva es estar ahí para los demás, sin retirarnos ante
el horror, el miedo o la ira que podamos sentir.
Ser compasivos es un nivel bastante elevado. Todos
estamos en relación cada día de nuestras vidas; pero
cuando se da el caso particular de que queremos ayudar a
los demás —a personas con cáncer o con sida, a mujeres o
niños o animales abusados, a alguien que está
padeciendo— hay algo que notamos en seguida, y es que la persona a la que nos disponemos a ayudar puede activar
en nosotros pautas que aún tenemos pendientes de
resolver. Aun cuando queramos ayudar, y puede que lo
hayamos hecho durante unos pocos días o incluso un mes
o dos, ocurre que antes o después alguien atraviesa la
puerta y pulsa todos nuestras teclas. Entonces nos
descubrimos odiando a esas personas, teniendo miedo de
ellas o sintiéndonos incapaces de manejarlas. Si somos
sinceros con nuestro afán de beneficiar a los demás, ha-
bremos de reconocer que esto es verdad siempre. Todas
nuestras pautas irresueltas acaban por aflorar antes o
después y nos vemos confrontados con nosotros mismos.
Roshi Bernard Glassman es un profesor Zen que dirige
un proyecto para los vagabundos sin hogar en Yonkers,
Nueva York. La última vez que le escuché comentó algo
que me dejó impactada: dijo que en realidad no hace ese
trabajo para ayudar a los demás; lo hace porque siente que
tratar con las partes que ha rechazado de la sociedad es
como trabajar con las partes rechazadas de sí mismo.
Aunque su propuesta está dentro del pensamiento
budista habitual, resulta difícil ponerla en práctica.
Incluso es difícil entender que lo que rechazamos ahí
fuera es lo que rechazamos en nosotros mismos y que lo
que rechazamos en nosotros es lo que vamos a rechazar
ahí fuera. Pero, en esencia, así es como son las cosas. Si
nos parece imposible trabajar sobre nosotros mismos y
renunciamos a ello, nos parecerá imposible trabajar sobre
los demás y también renunciaremos. Odiaremos en los
demás lo que odiamos en nosotros mismos y sentiremos
compasión por los demás en la medida en que la sentimos por nosotros mismos. Sentir compasión empieza y termina
en la compasión que sentimos por todas las partes no
deseadas de nosotros mismos, por todas esas
imperfecciones que ni siquiera queremos mirar. La
compasión no es una especie de proyecto o ideal de auto
mejora que estamos tratando de llevar a cabo.
En la enseñanza mahayana1 hay un lema que dice:
«Dirige toda la culpa hacia ti mismo.» La esencia del lema
es: «Si algo me dude mucho es porque me estoy aferrando
muy intensamente.» No quiere decir que debamos
golpearnos a nosotros mismos, no aboga por el martirio.
Lo que el lema indica es que el dolor procede del apego a
hacer las cosas a nuestro modo, y que cuando nos
sentimos incómodos porque estamos en un lugar o
situación en la que no queremos estar, una de las
principales salidas que tomamos es culpar a alguien o algo.
Generalmente erigimos una barrera llamada culpa que
nos impide comunicar de manera genuina con los demás,
y la fortificamos con nuestras ideas sobre quién tiene
razón y quién no. Es algo que hacemos con las personas
cercanas, con los sistemas políticos y con todo lo que no
nos gusta de nuestros asociados o de la sociedad. Culpar a
los demás es una herramienta muy común, antiquísima y
muy perfeccionada con la que tratamos de sentirnos
mejor. Culpar es una forma de proteger nuestros
corazones, de proteger lo suave, lo abierto y lo tierno que
hay dentro de nosotros. En lugar de adueñarnos de nuestro propio dolor, lo que hacemos es tratar de
ponernos cómodos.
Este lema es de gran ayuda pues nos proporciona la
interesante sugerencia de que podríamos comenzar a
cambiar esa tendencia tan antigua, habitual y
profundamente asentada en nosotros que consiste en
pretender tenerlo todo en nuestros propios términos. La
manera de comenzar a cambiarla es, en primer lugar, que
tan pronto sintamos la tendencia a culpar, intentemos
entrar en contacto con la sensación que nos produce el
estar tan estrechamente aferrados a nosotros mismos:
¿Cómo se siente el culpar? ¿Cómo se siente el rechazar?
¿Cómo se siente el odiar? ¿Cómo se siente el estar
justamente indignado?
En cada uno de nosotros hay mucha delicadeza, mucho
corazón. El punto de partida tiene que ser conectar con
ese lugar delicado, de eso trata la compasión. Cuando
dejamos de culparnos el tiempo suficiente como para
concedernos un espacio abierto en el que sentir nuestra
delicadeza, es como si nos inclinásemos a tocar la gran
herida que está justo debajo de la armadura que desa-
rrollamos debido a la culpa. Algunas palabras budistas,
como compasión y vacuidad, no significan gran cosa hasta
que empezamos a cultivar nuestra capacidad innata de
estar ahí en compañía del dolor, con el corazón abierto y
la voluntad de no tratar de ponernos inmediatamente un
suelo bajo los pies. Por ejemplo, si sentimos rabia,
habitualmente asumimos que sólo tenemos dos formas de
relacionarnos con ella: una es culpar a terceros, cargárselo
a otros, dirigir la culpa hacia todos los demás; la otra alternativa es culparnos a nosotros mismos por la rabia
que sentimos.
Culpar es una manera de solidificarnos, de agarrarnos a
algo. Señalamos con el dedo porque algo es «incorrecto»,
pero también porque deseamos que las cosas se hagan de
modo «correcto». En cualquier relación permanente (sea
el matrimonio, la paternidad, la relación laboral, la
pertenencia a una comunidad espiritual o cualquier otra)
es muy posible que nos descubramos queriendo
«mejorarla», porque nos sentimos un poco nerviosos.
Quizá esa relación no está respondiendo a nuestras
expectativas, por eso la justificamos, la seguimos
justificando y tratamos de que sea excelente. Decimos a
todo el mundo que nuestro esposo o esposa, hijo, profesor
o grupo de apoyo está haciendo algún tipo de acción
antisocial por muy buenas razones espirituales. O salimos
con alguna creencia dogmática a la que nos aferramos
denodadamente para poder contar con un suelo bajo
nuestros pies. Sentimos que tenemos que hacer las cosas
bien según nuestros criterios. Si no podemos continuar
con una situación dada, la tiramos por la borda y la
demonizamos porque pensamos que ésa es nuestra única
alternativa. Las cosas han de estar bien o mal.
Esta situación comienza con nosotros mismos. Nos
juzgamos acertados o equivocados cada día, cada semana,
cada mes y cada año de nuestra vida. Hemos de tener la
razón para poder sentirnos bien con nosotros mismos, y
no queremos estar equivocados porque nos sentiríamos
mal. Sin embargo, podríamos ser más compasivos con esas
partes de nosotros. Cuando tenemos razón, podemos observar la sensación que eso nos produce, porque es
agradable. Estamos seguros de tener la razón y podemos
acudir a muchas otras personas que nos lo confirmen.
Pero supongamos que alguien no está de acuerdo con
nosotros: ¿qué ocurre? ¿Nos deprimimos y enfadamos? Si
observamos la sensación de ira o agresividad, podemos ver
que ése es el material del que están hechas las guerras y
los altercados interraciales: esa sensación de que debemos
tener la razón, de sentirnos excluidos e indignados cuando
alguien está en desacuerdo con nosotros. Por otro lado,
también podemos observar el momento en que nos senti-
mos mal, cuando estamos convencidos de estar
equivocados y cada vez es más firme la certeza de que
estamos equivocados. Toda esta cuestión de tener razón o
estar equivocados nos cierra y hace que nuestro mundo
sea más pequeño. Querer que las situaciones y relaciones
sean sólidas, permanentes y aprehensibles no hace más
que oscurecer el núcleo de la cuestión, que es que las cosas
carecen básicamente de fundamento.
En lugar de juzgar si los demás tienen razón o no, o de
guardarnos el juicio dentro, existe el camino del medio,
un camino que es muy poderoso. Podemos considerar que
es como caminar por el filo de la navaja sin caerse. Este
camino del medio implica no apegarnos tanto a nuestra
propia versión de las situaciones. Implica mantener
nuestros corazones y mentes lo suficientemente abiertos
como para pensar que cuando nos equivocamos lo
hacemos porque deseamos contar con algún tipo de base o
seguridad. Asimismo, cuando hacemos las cosas bien
seguimos tratando de buscar cierta base o seguridad. ¿Son nuestro corazón y nuestra mente lo suficientemente
grandes como para mantenerse suspendidos en ese espacio
en el que no estamos totalmente seguros de quién tiene
razón y quién está equivocado?
¿Podemos prescindir de un plan previo cuando vamos a
dialogar con otra persona, podemos permitirnos no saber
qué decir y no juzgar si la otra persona tiene razón o se
equivoca? ¿Podemos ver, oír y sentir a los demás tal como
son? Esta práctica es muy poderosa porque pronto nos
descubriremos corriendo de aquí para allá tratando de
encontrar una seguridad, de decidir si tenemos razón o
no, o si la tienen los demás.
Se trate de nosotros mismos, de nuestros amantes, jefes,
hijos, de un personaje local o de la situación política, es
más arriesgado y real no apartar a nadie de nuestro
corazón y no convertir a los demás en enemigos. Si
empezamos a vivir así, descubriremos que en realidad no
hay manera de que las cosas estén completamente
acertadas o equivocadas porque son mucho más ju-
guetonas y resbaladizas que eso. Todo es ambiguo; todo
está cambiando continuamente, y en una situación dada
siempre hay tantas opiniones como personas. Tratar de
encontrar la razón y la equivocación absolutas es una
especie de truco que nos hacemos a nosotros mismos para
poder sentirnos seguros y cómodos.
Esto nos lleva a un asunto subyacente que es muy
importante: ¿Cómo vamos a cambiar las cosas? ¿Qué
vamos a hacer para que haya menos agresión en el
mundo? Después podemos llevarlo a un nivel más
personal: ¿Cómo aprendo a comunicarme con alguien que me está haciendo daño o que está haciendo daño a muchas
otras personas? ¿Cómo hablo con alguien para que pueda
ocurrir el cambio? ¿Cómo comunico para que se abra el
espacio y para que ambos podamos encontrarnos en esa
especie de inteligencia básica que todos compartimos?
¿Cómo comunicarme en un encuentro potencialmente
violento para que ninguno de nosotros se ponga más
agresivo y furioso? ¿Cómo me comunico de corazón para
que una situación atascada pueda ventilarse? ¿Cómo
puedo comunicar para que los asuntos que parecen
congelados, intratables y eternamente agresivos comien-
cen a suavizarse y pueda darse algún intercambio
compasivo?
Bien, la manera de empezar es estando dispuestos a
sentir lo que nos está ocurriendo. Se empieza estando
dispuesto a mantener una relación compasiva con las
partes de nosotros mismos que no consideramos dignas de
vivir en este mundo. Si durante la meditación estamos
dispuestos a poner atención no sólo en lo que percibimos
como confortable sino también en cómo se siente aquello
que nos resulta doloroso, con sólo que aspiremos a per-
manecer despiertos y abiertos a lo que estamos sintiendo,
a reconocerlo y admitirlo tanto como podamos en cada
momento, entonces algo comienza a cambiar.
La acción compasiva, el estar ahí para los demás, el ser
capaz de actuar y hablar de una manera comunicativa, se
inicia viendo en nosotros en qué momento comenzamos a
calificarnos como buenos o malos. En ese momento
particular es posible contemplar simplemente el hecho de
que hay una alternativa más amplia para cualquiera de esos dos extremos, que hay un lugar más sensible y
trémulo donde es posible residir. Este lugar, si podemos
llegar a tocarlo, nos ayudará a adiestrarnos durante toda
nuestra vida a abrirnos cada vez más a cualquier cosa que
sintamos, a abrirnos más en vez de cerrarnos más.
Descubriremos entonces que, a medida que nos
comprometemos con esta práctica, a medida que
desarrollamos un sentido de celebración de aquellos as-
pectos nuestros que anteriormente hallábamos tan
imposibles de aceptar, algo cambia dentro de nosotros.
Nuestras antiguas pautas habituales comenzarán a
suavizarse y empezaremos a ver los rostros y a escuchar
las palabras de las personas que nos hablan.
Si comenzamos a entrar en contacto bondadoso con lo
que sea que estemos sintiendo, nuestros caparazones
protectores se disolverán y hallaremos que podemos
trabajar con más áreas de nuestras vidas. Según
aprendemos a tener más compasión por nosotros mismos,
el círculo de compasión por los demás —con qué o
quiénes podemos trabajar, y de qué modo— se amplía.

Pema Chödron - Cuando todo se derrumbaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora