Barcos de papel

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Javier había vivido cien vidas a sus veinte

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Javier había vivido cien vidas a sus veinte.

En una ocasión fue un pirata y navegó por mares turquesa-esmeralda capitaneando un barco con un cráneo y dos tibias por bandera. También fue bombero, pescador, cirujano, truhan, incluso lagartija. Sus manos eran grandes y su piel alabastrina. Así era Javier.

Javier había vivido quinientas vidas a sus treinta.

Se casó con Alicia y juntos trajeron al mundo cinco hijas.
En aquella etapa Javier fue trovador y borracho, mesonero en Libreville, sacerdote, domador de bestias salvajes, esclavo y esclavista a la vez. Fue al infierno y regresó, solo para perderse en una aventura de la mano de un lirón. Sus noches eran frías, en vela, y su sillón era viejo. Así era Javier.

Javier había vivido mil vidas a sus cincuenta.

Sus hijas le dieron nietos, la primera de ellos fui yo, el tercero fue varón. Y Javier por ese entonces fue taxista, arquitecto, mensajero, gladiador, político, brujo, ladrón, soldado y un gato negro que de un tejado resbaló.
Sus ojos eran verdes y su bigote inglés. Así era Javier.

Javier había vivido dos mil vidas a sus sesenta.

Su espalda se encorvó, sus pies iban a rastras y su pelo encaneció. Y, aun así, Javier por esos tiempos fue corredor, bailarín de ballet, esquimal, jinete y leñador. Caminó por los Campos Elíseos y conoció el Tíbet.
Su sonrisa era franca y su nariz un cincel. Así era Javier.

Javier había vivido tres mil vidas a sus setenta.

Su vista menguó y sus silencios se prolongaron. Pero incluso en esa dolorida situación, Javier fue corcel y dragón, fue noche de verano y sueños junto al fuego en la playa de una isla que nunca existió.
Su hablar era pausado y su sabiduría vasta. Así era Javier.

Javier había vivido cuatro mil vidas a sus ochenta.

Y fue entonces cuando su más fiel amiga, la memoria, escondida bajo un nombre en alemán, lo traicionó. Javier no era más corcel ni dragón. Olvidó los Campos Elíseos, la leña, el coliseo, el taxi y el reloj.
Olvidó a su nieto varón, a Alicia, a sus hijas y también a mí me olvidó. Javier ya no era más Javier.

Javier no había vivido ninguna vida a sus noventa.

Apenas tristes hilos de quien fue asomaban, temerosos, por su balcón. Javier ya no era luna ni era sol. Sus ojos se paseaban, confundidos, por el tapiz azul del viejo sillón. Sus barcos de papel y tinta china criaban polvo, solitarios, en un rincón. Javier ya no era más Javier.

Javier era como un niño a sus noventa y dos.

Había olvidado el arco y el cajón, también los cinco idiomas que en su momento aprendió. Javier era lágrima, angustia, incomprensión, pérdida y dolor. Con todos y sin nadie. Desdicha, soledad y, por compañía, desolación. Javier ya no era más Javier.

Entonces, con la desesperación lastimera del que en vida ve disolverse a quien ama, pensé 《Javier aún puede ser Javier》.

Y tomé prestados sus barcos de papel, y desempolvé aventuras y manías, para vivir mil vidas junto a él. Y Javier, por breves instantes, volvió a ser Javier.

Javier volvió a ser risa y primavera.

Paseamos por Macondo, nos perdimos en el paraíso, conocimos el purgatorio y regresamos del infierno, mirando envejecer algún retrato. Un día despertamos siendo cucarachas y, al siguiente, acompañamos a dos amantes mientras partían de este mundo.

Javier era vendimia y esperanza. Así era Javier.

El día en que partió era un quijote y, al lomo de su viejo Rocinante, olvidó en el camino a Dulcinea. Y Javier era palidez y silencio calmo; era rigor mortis y ojos entreabiertos. Así partió Javier.

Perdida entre mis lágrimas saladas, busqué consuelo en barcos de papel. Los mismos que Javier, antaño, navegara en sus tiempos de pirata y arlequín.

Y he sido brisa de verano desde entonces, amante fiel, rosa marchita, rey, doncella y candelabro. He sido una y mil a la vez, y seguiré siendo, y siempre seré... de la mano de Javier.

 de la mano de Javier

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Barcos de papel ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora