Dos bastardos

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Cerca de las diez Rada tomó su auto y se fue al trabajo. Yo ni siquiera lo saludé. Habíamos estado en silencio desde que nos marchamos de la playa. Esa noche no me acosté, estaba demasiado inquieto y me dolía el estómago por los nervios. Me dediqué a fumar y tomar té en el sillón de la sala, hasta esperar que se hiciera la hora en que Rada regresaba de la comisaría. Acabé por quedarme dormido allí sentado y no lo escuché llegar. Cuando desperté era cerca del mediodía y Rada estaba dando vueltas por la casa con el cepillo de dientes en la boca.

—Arréglate un poco, que nos vamos al civil —me dijo mientras se servía agua.

Yo asentí y fui a cambiarme. Estaba confundido. Ya era la hora y ciertamente parecía un día como cualquier otro, sólo más agitado de lo normal, pero un día cualquiera al fin y al cabo. Iba a casarme y no sentía nada verdadero que me impulsara a hacerlo ahora que había llegado el momento. No quería casarme por interés, o mejor dicho, no sabía qué quería realmente, y mi indecisión habitual me estaba jugando una muy mala pasada. Por un momento hasta tuve ganas de saltar por la ventana y escaparme a donde fuera, lejos de la casa y de Rada, de Pandora, de la herencia y el matrimonio; escaparme y tener más tiempo que me permitiera pensar mejor las cosas, pero sabía que era imposible.

Dejé mis dudas de lado, me puse ropa limpia, me peiné y me afeité; hice todo lo más rápido que pude para evitar pensar, todo fue mecánico. Salí, subí al auto de Rada, llevábamos nuestros documentos, los testigos, que serían el abogado y alguien que yo no conocía, ya estaban en la oficina del registro civil. El día era sombrío, y de a ratos caía una suave lluvia arremolinada por el viento marino que se iba a lo pocos minutos. Rada no hablaba, miraba fijo el camino de la carretera, yo miraba el mar y los barcos pesqueros que se veían como manchas pequeñas en el horizonte. Tenía ganas de oír música y distraerme un poco, pero Rada nunca tenía nada para escuchar en el auto, y en menos de lo que esperaba ya estábamos en el civil.

Entramos y una mujer de mejillas rosadas y aspecto maternal nos atendió en la oficina. El abogado se veía feliz, con cara triunfante y los ojos le brillaban de ambición. En ese momento me di cuenta de que se parecía a una rata. Me asqueó un poco, pero no dije nada. Me alegraba de que por fin nos sacáramos de encima a ese sujeto. El otro chico se llamaba Manfred y tenía aspecto de repartidor de pizzas, aunque ni siquiera sé que hacía de su vida. Nos hicieron preguntas que contesté sin darme cuenta y nos pidieron intercambiar votos, al vernos dudosos la señora nos ofreció elegir entre algunos que nos podían facilitar allí mismo ya preparados. Dijimos que sí, que eso sería lo mejor y Rada los eligió él solo. Yo estaba indiferente, más indiferente de lo que nunca había estado. Quería volver a casa cuanto antes a ver la televisión. Dijimos nuestros votos con total apatía. <<Compromiso... blah blah blah... fidelidad... blah blah blah...entrega...blah blah blah...>> Firmamos papeles. <<Sí, acepto>> por fin y, luego de que hablaran los testigos, Rada sacó un anillo de un bolsillo que yo ni siquiera sabía que había comprado, me tomó la mano y me lo puso. Me dio otro y yo se lo puse. Parecíamos robots. Comprendí que esas alianzas no significaban nada realmente y pensé que apenas saliéramos iba a tirar la mía. No me correspondía. No me quejé, ni dije nada de todos modos y continué con mi mente ausente. Luego salteé varios minutos en que no me di cuenta que pasó, pero ya teníamos nuestro certificado de matrimonio.

Cuando salimos Rada y el abogado se dieron la mano. Yo me alejé un poco para fumar y los dejé solos hablando sus temas. El muchacho, Manfred, salió y me saludó, me pidió un cigarrillo y le di uno, luego saludó a Rada y se marchó en bicicleta. Era todo tan anodino y absurdo... No había ni un mínimo de encanto en un compromiso por interés y no podía disimular que estaba poniéndome triste.

Subí al auto para estar a solas un poco mientras esperaba a Rada y fue entonces que vi otra vez a Pandora. A ese punto ya sospechaba si no sería mi imaginación, porque me parecía verla en todas partes cuando no estaba realmente allí, pero esa vez sí era, estaba tomando un café en el bar frente al civil y observaba a Rada con el tipo de mirada que sólo puede tener alguien con el corazón roto. Yo no podía despegar los ojos de ella, y en ese momento comprendí que la odiaba con ese tipo de odio que se tiene sólo una vez en la vida. La odiaba más de lo que odiaba a mi familia y eso era decir ya mucho.

Dos pobres bastardosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora