05-11-2016

76 11 55
                                    

   "Vámonos de aquí" le tomé la mano en un arranque de valentía, tratando de salir de ese estado de ensoñación en el que me encontraba. "Tengo algo que decirte" y ella no hizo nada más que asentir y seguirme.

   Con nuestras mochilas a las espaldas y la chaqueta de Kendal sobre nuestras cabezas a modo de paraguas, corrimos bajo las gotas de lluvia que habían bajado la intensidad hasta convertirse en unas pequeñas chispas que a penas mojaban, pero lo hicimos igual. De la mano, entre risas, paramos un taxi en la calle y le pedí que nos llevara hasta los Jubilee Gardens.

   No me explicaba del todo por qué quería llevarla allí, la cuestión es que ella me permitió alejarla de Kendal y Blair para poder estar a solas. Sé que me contradigo mucho, diario, puesto que mencioné lo mucho que me tranquilizaba tener a mis amigos conmigo, pero debo decir que no me sentiría igual de orgulloso si me confesaba de esa manera. Si lo hacía a solas, lo sentiría más real, más íntimo y, sobretodo, más nuestro. Tal y como tenía que ser. Y aunque Kendal me haya estado mandando un montón de mensajes cabreado por haberle hecho acudir a la cafetería para, después, dejarlo a solas con Blair sin drama que comentar y sin chaqueta. Luego tendré que disculparme con él por eso.

   "¿Por qué vamos al parque?" me sonrió, apartando la vista de la ventana del taxi, por donde las gotas bajaban en un carrera incesable. "Estará todo empapado".

   "Porque a veces las personas asociamos algunos olores a recuerdos. Quiero que el aroma del que estamos a punto de crear sea el del césped cortado húmedo. Así, puede que cuando vuelvas a pasar por allí, te acuerdes de mí" no vacilé con la respuesta, no porque la tuviera preparada, sino porque hablé sin pensar. Las conversaciones que nacen de esta forma suelen ser las más sinceras y, a veces, las que más huella dejan.

   Cuando bajamos del taxi, ya había parado de lloviznar, así que pagamos a medias con tranquilidad y calculadora del teléfono en mano para, a continuación, entrar al parque. Aspiré profundamente porque reconozco que ese olor a humedad y naturaleza, a verde y a vida, me encanta. Marta me imitó, quizá por no quedar mal o por inercia, pero me hizo sentir un poquito más de confianza. Al menos, parecía estar pasándoselo bien.

   Me deleité con su forma de andar tan particular: daba tres pasos y antes del cuarto solía haber tenido algún que otro traspiés, pero se reponía con habilidad. Caminaba tranquila, al mismo nivel que yo, desviando la mirada de izquierda a derecha para contemplar el panorama. Había poca gente por la zona, salvo unos niños que jugaban con sus padres a un lado. Ocupamos un banco y me quedé mirando cómo el London Eye completaba otra vuelta más. Estábamos en silencio, aunque nuestros pensamientos se estaban montando un coro a dos voces digno de espectáculo.

   «Cógele la mano» me repetía mentalmente una y otra vez, sin éxito.

   Marta llevo a cabo la primera toma de contacto, apoyándose en mí y cogiéndome la mano. Me dedicó una sonrisa y se me quedó mirando, a la espera de cualquier cosa, pero no hice más que sonreírle de vuelta, nervioso. Nuestro problema nacía en todo eso que queríamos decirnos cuanto antes, pero que no sabríamos ni explicarle al espejo de nuestro baño. Guardábamos muchas cosas encerradas en lo más profundo de nuestro corazón... mejor dicho, de nuestra mente. Y creíamos estar preparados para dárselas a conocer al otro. Pero... claro, creer que puedes no siempre significa conseguirlo, por desgracia el mundo no funciona de esta forma. Y, ante la duda, ¿qué otra cosa más a parte de estar indecisos podíamos hacer?

   "Estás muy callado".

   "Tú también".

   Hubo un nuevo periodo de silencio, una fuerza que nos oprimía, invisible, estaba empezando a tensarse cada vez más, como una cuerda a nuestro alrededor.

Diario de un pervertidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora