LI
LA VOZ MISTERIOSA
Se escucharon voces invadir el interior del amado. Había una discordancia salvaje entre esos gritos y el chasquido de los árboles que se movían suavemente en el espeso ramaje que rodea el parque central. Fueron gritos desesperados que al joven erizaban el pelo. «¿Quién me atacará?» se preguntaba para sí. Eran gritos repentinos los que escuchaba, pero a la vez aunque desesperaban, no eran del todo tormentosos ni luctuosos. Su rostro estaba crispado. Las piernas les temblaban, mientras lanzaba una mirada tensa a todas partes. Algo estaba en acción pero él lo ignoraba. Era Mirna que a lo lejos, también lo pensaba y deseaba tanto como este, volver a verlo». «Jamás me verás en brazos de otro hombre», escuchaba Ricardo que Mirna le decía. Era la expresión interior que le salía como de ultratumba, desde su trono interno, del mismo donde no existe más cetro que el propio, donde guarda sus promesas como en un altar y se puso a merced del cielo estrellado. «Se corona nuestro altar con nuestros ramos aromados», escuchó que ella le dijo con amorosa calma y suave voz.
Ricardo Flete se frotaba los puños al escuchar esas expresiones, las cuales solo él entendía como un rico néctar de suavísima dulzura. Con los puños cerrados se limpiaba las lágrimas enjugando estas unas tras otras en sus ojos llorosos. Sabía que su hora llegaría, aunque no tenías certeza del momento, no entendía cuándo, pero jamás se rendiría. No se avergonzaba del estado de compunción en el cual unas veces se le podía observar, porque a su alma, mente y corazón, ese estado los invadía. Cuando estaba perdido en ese medio de confusión, trataba en vano disimular y asumir un estado de relajación pero no lo conseguía, y, a pesar del interés por salir del mismo eso continuaba. Sus ensueños como joven atolondrado solo lo llevarían a un modo imperceptible de salvación, cuando al fin encuentre a su adorada y a ella pudiera, pasarla con el dardo del amor formidable que le sentía, y pudiera proferirle una herida tan tierna que suavemente le llegue a lo más hondo, donde la hechice, no le dañe, y se pose allí como un refugio, como un consuelo en la grandeza de sus encantos. Quiere darse por entero a su Sirena, como un alma cuando hechiza y envenena; aspirar algún día en la gloria de su seno, explorar su cuerpo e inmortalizarse en sus entrañas ardorosas y después expirar su último suspiro en su regazo. Sus ensueños no eran falaces mentiras urdidas en una telaraña voluptuosa de reclamos hacia sí mismo. Era la terquedad del amor que, prefería inmolarse por el honor de sus anhelos, por la pasión de sus desvelos. Era el amor, que del trance misterioso en que se encontraba y luchaba por salvarse; que de esa lucha desigual habría de salir triunfante. El amor que por ligera ventura en esa gallarda lucha triunfaría, como si estuviera empujado a vencer por una lanza aguda. Volvía a ver en cada mirada suya, una luz que brillaba como los ojos de los dioses; volvía a sentir con cada suspiro, el palpitar de sus propios corazones; con cada gesto, veía la sonrisa venerada que solo en Mirna era vida; la mirada solitaria y ardiente que lo abandonara antes, solo para que sucumbiera ante sus ansias.
Al lado del joven enamorado Ricardo Flete se encontraban tres amigos suyos, los más cercanos, entrañables y leales. Tres de sus confidentes, compañeros del infortunio, amigos con los que compartía desvelos, tragos y copas, aquellos compinches en las francachelas y conocedores de sus gustos. Compañeros de estudios. Mártires Sebastián Medina; Alejandro Sebastián Deláncer y Máximo Montero Dival. Alexander Sebastián Medina se sumaría momentos después. Las conversaciones sostenidas por sus amigos nunca llegaban a los oídos del pobre enamorado Ricardo Flete, no porque estuvieran alejados, sino porque él estaba enredado en sus pensamientos y perdido en su propio mundo solitario y oprimido; no porque giraran en torno asuntos sobre los cuales no tuviera simpatía o a él no le interesaran, sino porque su cabeza estaba toda ocupada en la espera de su amada Mirna Sebastián Herrera. Les hablaban y pocas veces escuchaba, pero sus amigos, al percatarse de que este no se daba cuenta, no respondía, ni participaba en sus pláticas, se concienciaban sobre la dimensión del tormento padecido por su amigo Ricardo, el eterno enamorado, pero nunca lo desamparaban; jamás lo abandonarían. Seguían a su lado como quien espera el desenlace de un enredo del cual no tienen certeza cuánto tardaría, pero que al fin y al cabo, llegará el momento en el que verán libre del mismo, porque podrá desentrañarlo, desenredarlo, desmadejarlo. La pasión del amigo Ricardo y su espera les habían insuflado a ellos la paciencia necesaria para aguardar por la felicidad del inseparable enamorado. Lo acompañaban todos los días al parque central del pueblo Ciudad del Lago, donde Ricardo Flete Vargas abordaba siempre el mismo asiento. Horas después, en cada estadía sacaba su pañuelo, antes blanco, ahora un tanto amarillo y secaba su frente. Lo veían extasiarse al percibir el aroma misterioso solo por él percibido, únicamente por él distinguido en su curtido pañuelo, pero lo entendían y lo animaban, cuando este en los momentos de lucidez era capaz de escucharlos.
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Bodas de Fuego
General FictionMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...