Prólogo

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La ciudad se estremeció con su llegada, puertas y ventanas se cerraron con estrépito y las voces se apagaron hasta susurros, esparcidos como una plaga que se arrastra por los rincones. Donde los niños jugaban, sólo quedaron ecos de risas y huellas en la nieve.

De pronto, el sonido de los adoquines congelados se anunció por sobre el silencio, haciendo eco por las grises murallas de piedra de los hogares. Con mirada baja y cubierta con una capucha, una silueta avanzaba. Una silueta que se difuminaba como sombra, con la penumbra de la noche más oscura.

Subió por las escaleras de piedras y se detuvo a observar las lámparas con sus llamas revoloteantes. Algo en ellas despertaba viejos recuerdos, memorias fragmentadas y diluidas en el olvido, casi extinguidas y sepultadas por las cenizas de tiempos de antaño.

Llegó esta figura sombría finalmente ante un palacio en lo alto de la ciudad, quizás el bastión más grande que se podía ver en el horizonte. Sus torres se observaban a lo lejos, majestuosas, imponentes, rasgando el cielo.

Entró sin más, las altas puertas no estaban siquiera cerradas, abriéndose con un sólido empujón. Cruzó los pasillos principales que, aunque bien iluminados por grandes candelabros de plata, estaban plagados de penumbra. Siguió su marcha melancólica hasta que, frente al salón principal, se encontró con el que, sin lugar a dudas, era el señor del bastión, junto a los hombres de su guardia.

— Frente a mí, se halla la miserable sombra blandiendo la espada segadora. No hay más que oscuridad y pérdida alrededor tuyo —Habló con autoridad y confianza —. Si algo de humanidad queda en ti, acaba con esto, abandona el camino de destrucción que has cimentado.

— Ahórrate el sermón, viejo. Ya estoy aquí, dame lo que he venido a buscar, entrégalo y no habrá necesidad de llevar esto más lejos.

El señor no titubeó ni por un segundo.

—No podría vivir sabiendo que entregué aquello que mi linaje a salvaguardado por generaciones a quien porta el arma cuya existencia sumerge en oscuridad al mundo y lo despoja de todas sus maravillas.

—Son todos ustedes iguales, necios, ninguno es capaz de ver más allá de su propia frente, no tiene sentido debatir contigo —Dijo mientras caminaba hacia él y sus guardias, los que se apostaron en línea para protegerlo mientras él escapaba escaleras arriba.

Cogió la empuñadura de su espada, por un momento, suspiró. Un suspiro de resignación, pero no por el combate inminente, sino algo mucho más profundo, un suspiro con la misma aflicción del alma.

Desenvainó sin reparos, ostentando una espada elegante y oscura como el ébano. Era perfecta, con refinadas curvas ondulantes en la hoja, una perfección llena de maldad. No era de extrañarse que quien se enfrentase a ella titubease, aunque sea un segundo, por ver lo que se le presentaba enfrente.

Esquivó sin dificultad cada ataque, y con un corte preciso fue abatiendo a cada uno de los cuatro guardias que se habían ubicado para combatir. Rápida y fluída, deslizándose por el salón, como una danza macabra. La agilidad y destreza hizo paralizar al resto de quienes pudieron presenciar la espantosa escena.

La figura sombría subió las escaleras, dejando atrás la cruda escena, paso a paso, empuñando su espada, la que ahora despedía un brillo púrpura alrededor de la sangre que se deslizaba por la hoja. Era sólo el umbral de los hechos que se avecinaban.

Otro grupo de guardias embistió en su contra con desesperación, quizás sabiendo qué era lo que le avecinaba; el fatídico destino que les esperaba. Sin vacilar se abrió camino entre ellos, para ubicarse frente a quien parecía ser el comandante de la guardia personal de su señor, un hombre esbelto, cuyo uniforme ostentaba delicados bordados en su cuello. Mas las armas no discriminan entre rangos.

El comandante logró bloquear un mandoble que parecía mortal. Sin embargo, un segundo intento asestó precisamente en su pecho. Un corte limpio que encontró la brecha entre el bloqueo adversario.

—Así que aquí acaba el camino —Masculló el hombre arrodillado, cubriendo su la herida por la cual se le escapaba la vida, el encapuchado guardaba silencio—. No te será tan fácil.

Fue el quien embistió esta vez, pero antes de que el acero vibrase, todo voló por los aires junto a una nube de fuego y cenizas. El encapuchado salía despedido por un agujero en la pared provocado por la explosión.

—Pólvora Negra...—Pronunció el encapuchado mientras se afirmaba de lo que quedaba de una viga.

Las ventiscas gélidas azotaban su cuerpo junto a la nieve que caía violentamente. Una tormenta había comenzado ahí afuera, pero no sería nada comparado con lo que estaba por venir ahí dentro.

Bajo suyo se plasmaba la ciudad entera teñida del ligero carmesí del crepúsculo en el horizonte. Los tejados y las plazas se veían diminutos desde la distancia, frágiles y vulnerables; le recordaron, por un momento, la imagen de una niña de rodillas frente a escombros en llamas, al olor de la ceniza y el crujir de la madera retorcida... al olor a humo y a carne calcinada.

Estaba a punto de caer al vacío. Desde donde se hallaba era capaz de ver el fulgor de las llamas que avanzaban feroces, consumiendo el interior como un demonio fulgoroso. Sin embargo, logró saltar a otra viga saliente y desde ahí, escaló hasta el torreón más alto.

Avanzó incesante, sin equivocaciones hasta nuevamente encontrarse con el rostro pálido de aquél viejo, que sostenía un trozo de espada rota en sus manos. No había escapatoria y él lo sabía. Por un lado, las llamas que arrasaban los cimientos, devorando las paredes, por el otro, esa figura sombría que avanzaba blandiendo su espada, oscura reflejaba las ascuas, teñida del carmesí de la sangre y el fuego.

— Sanguine... jamás pensé que tendría el infortunio de presenciarla con mis propios ojos. Tan hermosa, tan nefasta. Su forma, sus detalles son un presagio fatal.

— Guarda tu aliento, viejo. Eres un cobarde que se esconde tras cubiertas de acero. Dices que yo soy un monstruo, pero no eres capaz de ver qué es de ti.

El anciano cayó de rodillas, dejando caer el fragmento de la espada. El encapuchado fue hacia él y lo recogió. No demostró interés en dañarlo.

— Ahora perece junto a aquello que has construido. No vales la pena.

Corrió entre el fuego abrasador, quemando su túnica, encendiéndose en llamas. Saltó a través de los grandes ventanales.

Cayó violentamente sobre los tejados y rodó casi hasta el borde. Se levantó tambaleante, hasta ponerse de pie. El fuego en el manto que llevaba se había apagado tan repentinamente como la tormenta amainó y dio paso a la apacible caída de los copos de nieve.

La capucha que ocultaba su rostro en las sombras estaba hecha añicos. La apartó, descubriendo su rostro femenino. Era joven y bella, su mirada no era la de un monstruo, no era una asesina sin alma; sus ojos cafés, aunque parecían inexpresivos y opacos, en el fondo dejaban ver un enorme desconsuelo, ellos eran la puerta a su alma, una que quería ocultar.

Apartó su pelo castaño y miró tras de sí cómo las llamas consumían por entero la torre, el sonido abrazador jamás hubiese dejado escuchar un grito, ni aunque hubiese existido.

Se acercó al borde del tejado, abajo a la lejanía veía a los guardias de la ciudad acercarse con sus antorchas; el sonido metálico de sus armaduras se perdía a la distancia.

Vio el cielo nocturno, arriba todo estaba en la más pura tranquilidad. No importaba la tragedia que azotaba este mundo, ni el dolor ni el llanto perturbarían jamás la calma y quietud de esas estrellas que adornaban el firmamento.

Dio un suspiro de resignación y pudo ver cómo su aliento se escapaba, dibujando formas inconclusas mientras se desvanecía en lo alto.

— Aún queda mucho por recorrer.

Tomó un impulso y saltó.

Sanguine: Corazón y espadaWhere stories live. Discover now