LA ESCLAVITUD. Fin.

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Zippo hizo que nos laváramos. Fue una bendición. No lo habíamos hecho desde nuestra salida de casa. Por un momento nos convertimos en lo que éramos, dos niños jugando en medio de un charco, felices, salpicándonos el uno al otro. No disfrutamos demasiado. Nos ordenó salir y, entonces, nos entregó ropa limpia, aunque usada. Una camisa verde y unos pantalones marrones con parches para mí. Una camisa azul y unos pantalones negros para Ieobá Bayabei. Los míos tenían solo dos rotos, uno en la pierna izquierda y otro en el trasero. Los de mi amigo tenían tres. Pero, Salvo eso, era buena ropa, muy buena ropa. Algo ancha para nosotros, así que también nos dio unos cordones para que nos atáramos los pantalones y no se nos cayeran.

Como remate nos entregó unos zapatos.

Nunca había tenido unos zapatos.

- Poneos eso si queréis sobrevivir. A los que van descalzos aquí los matan ante las serpientes y os escorpiones.

También nos quedaban grandes, y estaban muy viejos y usados Pero nos los pusimos con una rara emoción. No llevaban cordones y se nos salían, así que metimos algunas hojas dentro. Lo peor fue andar con ellos. Perecíamos patos mareados. Ieobá Bayabei se reí de mí y yo de él. Nos olvidamos, por un momento, de nuestra realidad más inmediata y del cierto futuro que nos aguardaba.

Porque aquello era la señal de que habíamos llegado al final del viaje.

Reemprendimos el camino.

Dos o tres horas después, empezamos a ver muchachos como nosotros, con machetes, segando la maleza.

Así vi mi primer campo de cacao.

Y todos los demás.

Kilómetros y kilómetros de campos de cacao.

No nos detuvimos hasta llegar a un campamento que apareció, de pronto, tras un recodo del camino. Allí estaba el centro de operaciones, el corazón de aquel universo cerrado y tan apartado del mundo como la tierra de la luna. No era muy grande: unos barracones hechos de paja, adobe, hojas secas y pilares de madera y caña para el tratamiento y fermentación del cacao; los secaderos; una casa pequeña y destartalada que debía de pertenecer al dueño; y poco más; una torre para la radio y otra con un depósito de agua, aunque había una gran charca en mitad del recinto de la que bebía en ese instante un perro. Tuve la sensación de que todo aquello había conocido tiempos mejores y vivía la decrepitud de un prolongado ocaso...

El coche se detuvo.

Y en ese momento, por primera vez, vi a Manu Sibango.

Supe cómo se llamaba porque lo dijo Zippo en voz alta.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora