Capítulo 34

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Durante unos segundos se mantuvieron en silencio. Jaime fue el primero en romperlo:

—Me alegra mucho verte y saber que te encuentras bien... ¡Es muy importante para mí!

—Me alegra que digas eso...

Se detuvo un momento antes de proseguir:

—Estaba convencida de que me guardabas rencor y que no deseabas volver a verme.

Había una losa de hielo entre los dos que había que superar como fuera. Podían lamerla durante horas y días hasta que se derritiera o podían hacerla saltar a martillazos. Jaime se decidió por lo último.

—¿Guardarte rencor? Aunque quisiera no podría... —Esperó un poco antes de decirlo—: Yo nunca he dejado de quererte...

—¡Por favor, Jaime, por favor...!

Al primer mazazo la capa de frialdad se había resquebrajado porque era evidente que ella había acusado sus últimas palabras. Jaime se propuso golpear y golpear aquel helero hasta hacerlo desaparecer. Puso la mano en un bolsillo de su americana y sacó un sobre, lo abrió y de él sacó una carta.

—Ésta es la carta que me dejaste el día que te marchaste de casa...

Ella bajó los ojos, pero no dijo nada.

—¿Quieres que te la lea?...

—No, por favor...

—Lo que me explicas en tu carta no me permite entender qué razones te llevaron a desaparecer de mi vida de la manera que lo hiciste.

—Todo lo que hice fue con la idea de no arruinarte la vida.

Pareció no escucharla.

—¿Tienes idea de lo desesperado que he estado? ¿La falta que me has hecho? ¿De cómo te he echado de menos? ¿Sabes lo que he sufrido al no saber nada de ti?

—¿Crees que yo lo he pasado mejor? —trató de defenderse con otra pregunta.

—Si quieres que te diga la verdad, creo que sí. Tú has tenido el control de la situación en todo momento: sabías qué hacías y por qué, sabías cuándo lo ibas a hacer y dónde encontrarme. Yo, durante todo este tiempo, me he devanado los sesos en busca de una explicación razonable, tratando de encontrarte y temiendo que te hubiera pasado cualquier cosa, intentando entender por qué la misma mañana del día que te fuiste me dijiste que me querías, pero por la tarde habías salido de mi vida.

—Creo que tienes razón —dijo sin mirarlo a los ojos.

—Yo creía que me querías... Me dijiste que estabas enamorada de mí...

—Y lo estaba.

—Entonces por qué toda esa locura, ese desencuentro...

—Te lo contaba en mi carta. La situación en casa de tu tío era insostenible, tarde o temprano iba a dar con la evidencia que avalaría sus temores y entonces todo saltaría por los aires, te echaría de casa y tus estudios y todo tu futuro se iría al traste...

—Es cierto lo que dices y admito que estábamos en peligro, pero había otras maneras de enfocar el problema. Podíamos haberlo hablado, reflexionado, estudiado otras alternativas, buscado la manera de seguir juntos...

—No habría sido posible porque a nuestra relación la alimentaba una gran pasión, una pasión absorbente, irreflexiva y temeraria... Además, tú eres más joven que yo, con otro nivel cultural...

—¿Y qué, Amanda, y qué? Eso que dices no tiene ningún sentido. Ser más alto o más bajo, joven o mayor, rico o pobre, de una clase social o de otra, con mayor o menor nivel cultural no tiene nada con el amor, ninguna importancia cuando dos personas se quieren, es irrelevante, no tiene nada que ver con la naturaleza de los sentimientos... ¿Y qué gran pasión conoces que no sea absorbente, irreflexiva y temeraria?

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora