| -Confesiones- |

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Entretanto, en el hospital, Sherlock dejó escapar un molesto y cansado suspiro, antes de abrir sus ojos y parpadear en varias ocasiones, hasta que estos se ajustaron a la luz de la estancia, encontrando que Culverton Smith lo estaba observando, sentado en una silla.

-Lleva siglos despertándose... Le he observado. Ha sido bonito, en cierto modo. -comentó el hombre con una sonrisa casi expectante... Hambrienta-. Tranquilo, no pasa nada. No quiero meterle prisa. -dijo en una voz queda, observando que el detective trataba de incorporarse tras tragar saliva-. Es Sherlock Holmes.

-¿Cómo ha entrado? -inquirió el Detective Asesor en una voz ronca, claramente por lo seca que tenía la garganta tras haber dormido tanto tiempo. Smith sonrió ante su pregunta, como si la respuesta fuese tan fácil como robarle un caramelo a un niño. Se levantó de la silla, acercándose a la cama, señalando a la puerta de la habitación.

-¿Se refiere al policía de fuera? -inquirió Culverton en un tono casi cómico y sarcástico-. Venga, ¿no lo adivina? -lo animó, su voz aún apenas en un susurro. Sherlock fijó su vista azul-verdosa entonces en la pared que había frente a su cama, percatándose del truco.

-Puerta secreta.

-Yo construí este ala. -admitió Cuverton, moviendo su dedo índice en círculos, para señalar sus alrededores-. No hacía mas que despedir a arquitectos y a albañiles, para que nadie supiera cómo encajaba todo. Puedo entrar y salir por donde quiera... Cuando me apetezca.

-H. H. Holmes. -sentenció Sherlock, percatándose de la conexión, el fanatismo por aquel hombre haciéndose patente en las palabras de Smith.

-El Castillo del Crimen. Bien hecho. -confirmó Culverton-. Tengo una pregunta para usted: ¿qué hace aquí? Es como si hubiera entrado a mi guarida y se hubiera tumbado ante mi. -indagó el hombre, claramente intrigado por los motivos del detective, quien simplemente apartó la vista, bajándola-. ¿Por qué?

-Ya sabe por qué estoy aquí... -sentenció el sociópata en un tono suave.

-Me gustaría oírle decirlo. -casi le rogó Culverton-. Dígalo, por favor.

-Quiero que me mate. -contestó el joven de cabello castaño tras unos segundos de pausa.

-¿Que le mate...? ¿Y qué hay de su esposa? -inquirió, su ceja alzada-. ¿No se sentirá sola sin usted?

-Eso no importa... Ella es fuerte. Sobrevivirá. -replicó Sherlock, el dolor enmascarado por su fachada desolada, tratando de no imaginar de nuevo a la pelirroja en tal estado de desesperación.

Culverton reflexionó durante un minuto acerca de las palabras del detective más famoso de Inglaterra, antes de inclinarse sobre él, apoyando una de sus manos en la manta que tapaba al joven, mientras que la otra se colocaba cerca de su rostro.

-Si aumentara la dosis cuatro o cinco veces, el choque séptico acabaría conmigo mas o menos en una hora. -le indicó Sherlkock, quien ya había medido el plan casi al milímetro, aunque no por ello su corazón no se estremecía solo de pensar que jamás pudiera volver a ver a su mujer. Smith observó el gotero con una sonrisa maquiavélica, antes de levantarse de la silla, caminando hacia el aparato.

-Y luego lo dejo como estaba. Todos creerán que ha sido un fallo, o que ha estirado la pata sin más. -comentó con un cierto tono de disfrute en sus palabras.

-Sí. -afirmó el joven detective en un susurro.

-Esto se le da muy bien. -sentenció Culverton, despojándose de su chaqueta, apoyándola en la silla cercana al bastón de John, quitándose los gemelos de su manga izquierda-. Antes de empezar, dígame cómo se siente.

Mi Hilo Rojo del Destino (Sherlock)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora