El Anciano II

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3. Demencia y amor

La joven Euterpe caminaba risueña entre los árboles, ascendiendo la ladera, de la mano de Adelphos, con su atlético cuerpo y su piel color ocre tersándose a la luz titilante del sol entre las hojas. No podía hacer más que suspirar extasiada y reír como una cría cada vez que su brazo, pálido como el marfil, rozaba su piel curtida y cálida al tacto, mientras juntos caminaban apresuradamente hacia la cima. Su cabello rojo como el fuego ondeaba al viento como un estandarte, y su mirada alegre irradiaba destellos de su iris multicolor.

- Pronto partiremos hacia el norte... - Susurró Adelphos repentinamente, casi deteniéndose, mientras su pelo negro se agitaba con la brisa. Euterpe entendió inmediatamente la connotación de aquellas palabras.

- Convenceré a mi padre, Adelphos – Dijo, mirando soñadora a los profundos ojos color azabache del arkhegos.- Tarde o temprano me dejará ir -.

Pero, a pesar de que su boca y su corazón pronunciaban esas palabras, su mente no estaba tan segura de ello. Se acarició inconscientemente el vientre, que pronto comenzaría a abultar. Hacía ya casi dos lunas que no sangraba, y aquello no le había pasado nunca desde que floreciera. Vinieron a su mente entonces, como un susurro espectral, las palabras de su madre, cadavérica y sin fuerzas, que yacía tendida entre pieles, poco antes de morir, en la penumbra de la cabaña. Aún recordaba su voz pastosa y su mirada velada, mezclada con el desagradable hedor a muerte: "No dejes que te toque. Por lo que más quieras, no te acerques a él".

Pero lo había hecho. Que Dios la perdonara, lo había hecho. Aún recordaba horrorizada aquella tarde fatídica, como si viviera una pesadilla, cuando él la arrastró dentro de la cabaña, con los ojos llorosos y con el rostro irreconocible, deformado por la locura. Aún se percibía el repulsivo olor de cadáver y enfermedad que impregnaba las paredes de madera. Ella intentó alejarse, de muchos modos intentó debatirse, todos inútiles. Al final, cerró los ojos, lloró e intentó sacudirse, pero él la retuvo todo el rato, invadido por la locura, hasta que se separó de ella y salió de la cabaña sin decir palabra. Pero, aquello, claro, no se lo había dicho a Adelphos. Estaba segura de que sí lo hacía, el impulsivo bárbaro acabaría con su padre aquel mismo día. Y ella no quería eso. Él era, aun así, su padre.

Fue entonces cuando Adelphos se detuvo abruptamente, y Euterpe salió de sus ensoñaciones. Ante ella, se abrían unas hermosas vistas. Desde lo alto del monte, las laderas caían bajo ellos hasta desembocar en el mar, como un caudaloso río de frondosos árboles. El bosque y el mar tan solo estaban separados por una fina línea de arena. Más allá se extendía aquella inmensa extensión de agua resplandeciente, reflejando el cielo azul. Y, más lejos aún, se adivinaba el difuso contorno de tierra lejanas, territorios inalcanzables para Euterpe. Más allá, nadie podía saber que misterios aguardaban en aquellos páramos desolados e inhabitados.

- Hay muy buenas vistas desde aquí... - Murmuró Adelphos, observando el paisaje con ceño fruncido.- ¿Y esto es el monte... Plión? -.

- Pelión – Rio ella ante su abrupta pronunciación.- El Monte Pelión... -.

Su padre la había llevado allí más de una vez para hablar del pasado, contemplando aquellas cumbres borrascosas en el lejano horizonte. Hablaba de milagros inconcebibles, antes del Apocalipsis, cuando, según él, los árboles eran de piedra y reluciente cristal, elevándose como agujas hacia el cielo. Le hablaba de maravillas increíbles, hazañas inexplicables, a las que era imposible dar crédito si no se era una niña. Según él, de noche había tanta luz como de día, y había tanta gente en el mundo que no podían conocerse todos entre ellos. Los hombres cubrían el mundo con sus casas como un denso bosque de altas secuoyas. El duro trabajo había sido superado, no había sudor, no había dolor ni enfermedad, no había ninguna barrera que se interpusiera entre la civilización y el poder divino. Según su padre, aquellas tribus de millones de hombres conquistaron el cielo mientras fijaban en las estrellas su próximo objetivo. A ojos de ella, una niña ignorante y desconocedora de lo que había sido el mundo, aquello era lo más parecido al Paraíso.

Pero luego, sus relatos decaían para hablar del Infierno. Según su padre y la Biblia, el Infierno había caído sobre la Tierra aquel día, hacía ya tantos años, para castigar a los hombres por sus vicios y pecados, por su vanidad y arrogancia al acariciar deseosos poderes sólo reservados a Dios. Según su padre, la Biblia (también la llamaba de vez en cuando, con tono ominoso, Escrituras), hablaba sobre verdades olvidadas y recogía incontables historias fantásticas sobre la historia del Hombre, y quién la siguiera iría al Cielo, y que por eso el no murió durante el Infierno, porque su madre lo educó con la Biblia. Y un montón de cosas más. Pero para ello había que saber leer, había que oír y comprender aquellas historias, y su padre apenas recordaba algunas frases sueltas de aquellos relatos místicos.

Y, aun así, Euterpe no sabía ni podía entender lo que era un libro, tampoco acababa de comprender el concepto de religión, y mucho menos podía comprender los significados de palabras como "automóvil", "ordenador" o "rascacielos", pero eso no se lo decía a su padre cuando éste le contaba historias y recuerdos sobre tiempos pasados, con una mezcla de tristeza y amargura. Y la verdad, su padre se hallaba en las mismas. Apenas tenía doce años cuando ocurrió, y apenas comprendía muchas de las cosas que existían entonces. No comprendía muchas de las cosas que habían sucedido entonces, no podía entender que durante los años que siguieron al cataclismo, aquel niño inocente tuvo que alimentarse de algo. Solo en un erial de cadáveres calcinados. No entendería jamás porque el progreso había muerto, porque no conocía el progreso, y en aquello era tan bárbaro como su hija Euterpe y como Adelphos. Y, obviamente, tampoco sabía ni necesitaba saber que la locura y la podredumbre estaban corrompiendo lentamente su mente abotargada y entumecida por años de soledad y agonía.

Pero aquello no importaba a nadie. Puede que a Euterpe le importara, pero se esforzaba en no pensar en ello. Mientras el mundo se sumía lentamente en la más profunda de las barbaries, mientras los pocos que aún recordaban morían solos o locos, la desgarrada Humanidad seguía demostrando su capacidad para olvidar. Mientras los escasos restos de civilización se enterraban bajo la mugre de los siglos, mientras la ciencia y el progreso morían enterrados bajo la ceniza y los cadáveres, los supervivientes entraban en decadencia, en la más profunda ignorancia. Los salvajes descendientes retrocedían primitivamente hacia tiempos arcaicos.

Los arkhegos y sus tribus solo fueron el principio de este declive. En los siguientes años, dejaron paso a salvajes y brutales señores de la guerra que arrasaron y aniquilaron los ya menguados reductos de una especie reducida a las cenizas. La primera generación de supervivientes murió en silencio, ancianos abandonados a merced de la muerte y el tiempo, y no quedó nadie para recordar. Con el paso de los años, el hombre olvidaría el arte, el humor, el lenguaje, y se retiraría a cuevas, como en sus más primitivos inicios, para dar paso a la verdadera Barbarie, para convertirse en la vergüenza, la representación del ocaso de la Humanidad...

Pero claro, Euterpe no sabía nada de eso...

Crónicas del CataclismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora