Capítulo XVIII

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Bruno cerró la puerta con el pie, sin soltar ni dejar de besar a Luján. Las manos de ella jugueteaban con el cabello de su nuca mientras sus labios peleaban por el dominio del beso, la cintura de su esposa le quedaba pequeña entre manos, deseaba besarla y recorrerla a su antojo, era la noche de bodas, por fin podía hacerla suya, por fin Luján Alvarado Montes sería su mujer.

La cargó en sus brazos sin dejar de besarla y la recostó en la cama, ella lucía fabulosa donde fuera que estuviese. La besó nuevamente después de mirarla un segundo, mientras se cernía sobre su cuerpo, la recorrió por encima del vestido de invierno bordó que llevaba aquella noche. El cabello le formaba un halo naranja alrededor de la cabeza, suelto y salvaje.

Con sus fabulosos ojos mirándolo fijo, las manos de ella se dirigieron a desprenderle la camisa, armada de paciencia y delicadeza desprendió hasta el último y mientras acariciaba la piel a medida que lo desnudaba se la quitó, con un movimiento, Bruno hizo que cayera fuera de la cama. La pelirroja le sonrió. Sin poder estar más tiempo negado a besar su piel, él se abalanzó nuevamente, le besó la cara, bajó por la mandíbula, le besó el cuello mientras sus manos le recorrían las piernas sobre las medias de nailon.

La boca de aquel hombre le producía cosquillas y ardor allí donde se posaba, su esposo la besaba tan suave, tan despacio que aquel estallido de sensaciones en su interior la estaba haciendo morir de deseo. El cabello despeinado y los ojos embravecidos le conferían a Bruno Benetto, el dicharachero italiano, el aspecto de un guerrero hermoso, un guerrero que la admiraba, que la adoraba, la veneraba, estaba dispuesto a matar por ella.

Bruno bajó el cierre del vestido de Luján y no esperó demasiado para quitárselo. Ella quedó en ropa interior tendida en la cama, con su esposo al lado. Mientras le besaba el hombro subiendo hacia su cuello, volviendo por la clavícula, trazando un camino indefinido de pequeños besos, su mano le acariciaba el vientre, por encima del borde del encaje de la ropa interior. El deseo le quemaba la piel a la pelirroja, quien respiraba pesado y no podía evitar contraer las caderas en busca de algo de satisfacción. Sin pensarlo dos veces, la mano del italiano se metió entre sus piernas y la acarició por encima de la tela, robándole un gemido que ahogó en un beso. Luján se movió contra su mano, pidiéndole implícitamente más. Se metió bajo la tela e introdujo un dedo en ella mientras le abría las piernas, ella lo recibió húmeda y expectante, con la boca abierta y los ojos cerrados. Bruno dedicó un momento a admirarla así, extasiada y radiante, "es lo más parecido a un ángel que veré en mi vida", pensó. Mientras la besaba, la acarició y la tocó robándole unos cuantos gemidos.


—Maravillosa —susurró Bruno sobre el cuello de Luján, mientras a ésta la asolaban los espasmos de un orgasmo.

—Te amo, Bruno —le confesó mirándolo con sus ojos impertinentes, bellos, soberbios.


Él se deshizo con rapidez de su pantalón y sus calzoncillos, para luego terminar de desvestir a la pelirroja. Acomodado entre sus piernas se irguió y la admiró en silencio, le contempló la silueta. Los pequeños lunares, las pecas, los pezones rosados, los pechos firmes. La miró a los ojos y le acarició el rostro, se acercó a besarla. Mientras se separaba y sus miradas nuevamente se enlazaban, se acomodó entre sus piernas y empujó dentro de su esposa, quien a pesar de estar apretada lo recibió dócilmente soltándole un gemido suave al oído.

Nada tardó Bruno en conservar la calma, no pudo con ella ardiendo bajo su cuerpo. Fue Luján quien empujó las caderas hacia arriba incitándolo a más, y él respondió. La embistió con fuerza, con velocidad, mientras la besaba hasta el cansancio. Las manos no se cansaban de recorrerla, su figura era pequeña y su piel suave, una combinación que no podía soltarse fácilmente. Ambos alcanzaron el clímax un poco después y se dejaron ir hacia el relax.

Aquella noche se amaron hasta que el sol irrumpió la habitación anunciándoles que el matrimonio oficialmente estaba más que consumado. La argentina dormía sobre el pecho de su marido, Bruno la cobijaba en sus brazos, besándole los rizos rojos que le decoraban el contorno del rostro. Durmiendo se veía tan pacífica que a él lo invadió un sentimiento raro, parecido a la tranquilidad mezclada con un amor infinito. Su mujer, suya.

Su Luján. La Luján suave y delicada de Bruno. La que nada tenía que ver con la Luján impertinente y desafiante, la Luján desvergonzada y apasionada de Burke. Esa fiera que su esposo no conocía y, probablemente, no conocería jamás, ya que el único amor capaz de encenderla así había sido el amor que el teniente le hacía sentir.

Amor TempestadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora