Lino: Valeria del Mar

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Una especie de vacaciones de invierno vivieron aquél frío mes de Julio. Vos seguías con tu bendita licencia por maternidad y Peter no trabajaba dado a que la universidad y el taller cerraban. Por ello te propuso unos días en Valeria del Mar. Vos le habías pedido que te disfrutara con plenitud –a vos y a tu panza, también– entonces él no tuvo mejor idea que armar tres bolsos y adentrarse en una ruta.

-No, Santino, hace frío –dijo Peter. Porque claro, se la había pasado todo el viaje preguntando cuándo iba a meterse en el mar: no entendía que vivían en pleno Julio.

-Vamos, mami –y se colgó de una de tus piernas.

-No, hijo. Papá te dijo que hace frío –entonces puso puchero porque un nuevo berrinche estaba por atacarlo.

-Escuchame –y Peter se agachó a su altura y lo desenredó de tu pierna– si querés después de dormir la siesta vamos a la playa un rato, pero sin meterse al agua…

-¿Por qué? –lo interrumpió a la vez que jugaba con los cordoncitos del buzo de su papá: como hacías vos.

-Porque hace frío, hijo. Además los nenes no se meten en el mar –y lo convenció.

Cuatro días más tarde, mientras Peter ordenaba unas latas de atún y choclo en el bajomesada –porque había aprovechado ése día de lluvia para irse al supermercado–, vos hacías dormir a Santi sobre le silloncito de mimbre del living de la casa que alquilaron. Últimamente él estaba súper mamero, todo quería hacerlo con vos. Que vos le cortaras la comida en el plato, que vos lo bañaras, que vos le pusieras el pijamita, que vos lo hicieras dormir, todo lo quería con vos.

-Se planchó nomás –apareció Peter secándose las manos con un repasador y los pies descalzos.

-Sí, se acomodó un poquito y quedó ahí –porque todas las tardes era la misma historia: Santino no quería dormir la siesta, pero siempre caía rendido en los brazos de alguno de ustedes, en un sillón, en una silla, en la cama, en la mesa.

-¿Lo llevo a la cama?

-Dale –entonces él lo acomodó entre sus brazos y lo llevó hasta el dormitorio. Lo acostó en la camita de una plaza que estaba junto a la matrimonial donde cada noche ustedes dormían.

-¿No se despertó? –porque Santino era estratega: amaba dormir en los brazos de sus papás y bastaba que sintiera el colchón bajo su cuerpo para despertar.

-No, cayó rendido –y él lo imitó junto a tu cuerpo– ¿todo bien? –y dejó caer su cara sobre tu hombro.

-Sí, acá estamos –y acariciaste un pedacito de la panza.

-¿Se porta bien? –y acarició otro costado de la misma parte.

-Por el momento… –y soltaste una risita divertida.

-Dame unos besos –y antes que procesaras la orden, él ya estaba poniendo trompita.

A las tres menos veinte de la madrugada un dolor en el bajo vientre te atacó. A media noche se habían metido en la cama y durante todo ése tiempo no habías podido dormir con comodidad: la panza ya te pesaba demasiado, pero ésos dolores sólo los habías experiementado el día que Santi llegó al mundo.

-Pitt, Pitt –y zamarreaste su brazo. El sudor ya se había apoderado de tu frente– despertate, Peter. Dale, por favor –y después de un sonido que nació de su garganta abrió los ojos.

-¿Qué pasa? –bastante somnoliento.

-Creo… creo que ya viene, Peter –y respirabas entrecortado.

-¿Quién viene? –¡hombre tenía que ser!

-El bebé, Peter… el bebé.

-¡¿Nuestro bebé?! –y saltó de la cama.

-No, el del vecino –y rodaste los ojos con exasperación.

Entonces todo pasó a una velocidad incapaz de ser creíble. Estaban solos en Valeria del Mar, nadie podía cuidar de Santino, por lo que tuvieron que despertarlo.

-Dale, papito, levantante –y él intentaba auparlo al tiempo que lo enredaba más aún entre las sábanas.

-¡¿Qué?! –y si nunca hubiera nombrado a Santino, todos se darían cuenta que era hijo de ustedes. Ése ¡¿Qué?! era marca registrada.

-Tenemos que ir al doctor, hijo –Peter y su manía de explicarle todo con lujo de detalles: y vos, rompiendo bolsa– ahora nace el bebé.

-¿Qué bebé? –y se refregó los ojitos al tiempo que caía sobre un hombro de su papá.

-Nuestro bebé, lechón. Tu hermanito o tu hermanita –y el nene se asustó cuando te vió inhalar y exhalar de ésa forma. Llevabas la cara colorada y las piernas entreabiertas porque la presión que hacía tu criaturita era inaguantable.

-¿Qué pasa, mami? –mientras Peter corría por todo el departamentito buscando las cosas para llevar.

-Se siente un poco mal mamá –le explicó él porque vos eras incapaz de emitir palabra alguna– ahora vamos al doctor, no te asustes –y lo aupó de nuevo.

Una sala de partos de un hospital ubicado en el centro de Valeria del Mar. Ésa madrugada la lluvia se había intensificado y se había convertidoen una tormenta, un diluvio. Los relámpagos alumbraban la calle por la que Peter manejaba casi a ciegas. Llegaron los tres empapados e inmediatamente te sentaron en una silla de ruedas. Santino no podía quedar solo durante el parto, por lo que tuvo que presenciarlo.

-No llores, lechón –porque vos hacías fuerza y gemías tanto. Los dos hombres de tu vida vestían un trajecito hipoalergénico color lino. Santino estaba a upa de Peter, escondido en su cuello porque sentía miedo: nunca te había visto así.

-No falta nada, Mariana –espetó el partero del otro lado de la camilla, entre tus piernas– pujá un poco más –y vos te abarrotaste a los caños metálicos para gritar con fuerza y que tu futuro hijo saliera de vos.

-¡No aguanto! –gritaste y desataste un trueno y el llanto más fuerte de tu hijo.

-No queda nada, negrita. Dale –te pidió por tres motivos: no quería verte sufrir, necesitaba que Santino dejara de llorar, quería conocer a su otro descendiente.

-Uno más, mamá. Uno más y sale el cuerpito –te alentó una enfermera. Sus palabras chocaban contra su barbijo, provocando que no le entendieras del todo.

-¡Ya! ¡Ya! –gritaste cuando oíste un llanto más agudo que el de Santino. Caíste rendida contra la camilla y cerraste los ojos con paz.

-Bueno, bueno, tranquilo –y Peter acunaba a Santu a la vez que daba golpecitos sobre su espalda.

-Ya está campeón, mamá ya está bien –le dijo un enfermero y le prestó un chiche para entretenerlo.

-No podés ir a upa de mamá, hijo. Esperá un poquito –y Pitt se debatía entre contener al de dos años o conocer al recién nacido.

-Vení un poquito –susurraste y él te lo alcanzó. El mismo enfermero hizo un poco de lugar sobre la camilla para que él pudiera sentarse– ya está, lechón. No pasa nada –y él lloraba contra tu pecho y vos le acariciabas la cabecita por encima de la cofia.

-¿Papá? –preguntó una enfermera– ya está –y algo envuelto en una manta blanca fue a parar a sus brazos. Espiaste por encima de tus pestañas los ojos grises (por la tormenta) de Peter. Viste cómo miraba a ésa criatura que casi no lloraba. Viste cómo acarició su naricita chiquita y una de sus mejillas rosadas (por el efecto de la fuerza al querer salir de vos). Lo miraste detenidamente y entendiste que se estaba enamorando, como sucedía dos años atrás con vos en una sala de partos. Lo miraste, lo viste… y entendiste que Allegra ya estaba entre ustedes.

Pero el amor se viste de lino y de franela
y cada día que pasa yo me enamoro de ella
de sus ojos claros, de su risa bella
pero el amor se anida y no sabe de cuentas
y cada día que pasa, yo me enamoro de ella.

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