Capítulo 36: Vongola.

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La mañana los sacudía lentamente por medio de los sonidos naturales de su hogar; las aves empezaban a cantar, el cielo se aclaraba, a lo lejos se escuchaba el silbar del viento y el crujido de algunas hojas arrancadas suavemente. Le gustaba eso, siempre le gustó, y por eso amaba los lugares apartados de la ciudad donde podía hallar la paz que necesitaba. Por eso le compartió su pequeño lugar preferido al amor de su vida.

Se aferraba al cuerpo ajeno con dulzura, sonriendo aún con los ojos cerrados cuando lo escuchó suspirar, se acercó lentamente mientras pestañeaba para terminar de despertar y se acurrucó en la espalda desnuda de aquel castaño. Le besó un omóplato y ascendió poco a poco con roces mariposas hasta besar la zona cercana al oído de quien empezó a reírse quedito. Sonrió antes de abrazarlo por completo y besarle la mejilla en el primer saludo de ese día.

—Aun no me he cepillado los dientes —se quejaba Tsuna entre murmullos mientras se giraba.

—No importa —sonreía enternecido por esa voz somnolienta.

Lo besaba con dulzura, rozando sus labios varias veces y riéndose por el sonido dado entre sus pieles al separarse. Se abrazaban antes de rodar suavemente por su cama mientras se besaban con un poco más de necesidad, deslizando sus dedos por la piel ajena, y secreteaban sus travesuras mientras ganaban fuerzas para levantarse. Se miraban un rato antes de retarse a que el otro fuera el primero en poner un pie fuera de esa cálida cama. Fon era quien perdía, pero siempre tiraba de aquel brazo que intentaba hallar la cobija para esconderse un rato más, levantaba ese cuerpo, lo cargaba, besaba esos labios una vez más y entre risas lo conducía a la ducha de su habitación.

Agua tibia para despertarse, chorritos que llenaban la tina donde ambos aun peleaban en modo de broma mientras se besaban. Un juego que solían compartir ocasionalmente los fines de semana, cuando los dos menores de la casa tenían que despertar más tarde. Era su pequeño momento privado en el que disfrutaban de enredarse en besos y caricias, a veces incluso terminaban haciendo algo más, pero al final siempre debían retomar compostura para vivir su diaria realidad.

Realidad de varios años.

Dulce realidad.

—Buenos días, mami y papi —sonreía entre sus palabras cantarinas. Era la más jovencita del hogar, una adorable muchachita de doce años quien aún usaba su pijama de panditas—, ¿se están besando de nuevo? —tenía los ojos cubiertos con sus manos y reía.

—No —alargó la vocal—. Ya puedes mirarnos —reía Tsuna mientras colocaba todo en la mesa.

—Hubiese mirado igual.

Isabella canturreaba al sentarse en su lugar favorito en la mesa, la que tenía vista hacia la ventana de la cocina y con ello al gran árbol que reposaba en su enorme jardín natural y sin cerca. Porque todo a su alrededor era verde prado, árboles nativos, flores salvajes y naturaleza casi virgen.

—Por cierto —meneó sus dedos antes de tomar un trocito de pan—, ya llamé a Taiki. Se estaba quejando en el baño porque se golpeó el dedo del pie con algo —rió entre dientes.

—Aún sigue dormido —Fon tomó su lugar también—, y pensar que antes era quien madrugaba.

—No me critiquen —el adolescente llegaba aun restregando sus ojos y bostezando—. Estoy creciendo y necesito doce horas de sueño —alborotaba un poco más sus rubios cabellos al rascarse la cabeza.

—Sí, claro —canturreaba la castaña mientras bebía su jugo.

Habían sido seis años muy felices en medio de los campos alejados de Nueva Zelanda, un país apartado de todo —semejante a como lo era Japón en la antigüedad—, tranquilo, sin mafias existentes, con personas amables; un sitio que estaba cerca de todo y de nada a la vez. Habían terminado ahí para esconderse de todos, para vivir un cuento de hadas y escapar de casa. Había sido la locura más grande, pero también la más hermosa. Tsuna adoraba su vida en ese lugar, de la paz que consiguió en medio de ese paraíso.

Mi rojo cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora