Las aguas del río Sumida 1

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Hace un par de años viví una época, como se suele decir, de sequía amorosa. Estaba terriblemente solo y no parecía tener ganas de cambiar ese estado. Me invadió una repentina inseguridad en mí mismo y cuando podía surgir algo con una chica de la universidad o del círculo de artistas, me daba por vencido rápidamente. Mi intuición seductora abandonaba sin reparo. Me habitué a establecer el mínimo trato con personas del sexo opuesto para evitar esa incomodidad hasta entonces inédita en mi. Sudores nerviosos y tics faciales. Luego dejé de tener contacto con amigos y conocidos. Comencé a sentir vergüenza de mí mismo hasta el punto de no salir de casa, dejando la universidad y mis amistades de lado.

Pero mi poca autoestima llegó a un límite que empezaba a ser dañino. Tras semanas encerrado, comencé a beber y a frecuentar un garito en Asakusa, un tugurio donde no permitían entrar mujeres. Donde se emborrachaba gente sin alma al borde del suicidio. Cuando algún habitual dejaba de venir dos días seguidos, se le daba por muerto.
El comercio lo regentaban dos hermanos. El mayor había sido actor de teatro kabuki, pero cuando alcanzó la fama lo acusaron de abuso y no volvió a conseguir ningún papel. Se lo contaba a cada nuevo cliente, alegando que un antiguo compañero de reparto había extendido el falso rumor por envidia.
El otro había salido tonto, pero a su edad sabía cuidar de sí mismo. Conocía sus limitaciones, lo que me produjo una gran admiración. Los clientes lo ayudábamos en lo posible, pero él rechazaba cualquier empatía. Creo que nos tenía asco. Al fin y al cabo, él era feliz con lo que tenía, mientras que nosotros no teníamos nada de qué sentirnos felices.
Conversé muchas noches con un hombre de la edad de mi padre en la barra. Acabamos cogiendo confianza. Recuerdo que cierto día me escaseo el dinero que mandaban mis padres cada mes y él me prestó para seguir ebrio una semana más. Le puse al tanto de mi fobia a las mujeres.

—Todos pasamos por una época parecida. Puede ser más o menos dura... —me dijo una noche tras beber mucho junto al actor, que ya había cerrado hacía un rato.— A ti te ha bofeteado bien fuerte —y me sonrió como sonríe un padre a su hijo. Era un tipo muy honrado.

De haberlo conocido en cualquier otra situación, jamás habría intimado con él. Era un deshecho, un hombre que caminaba como si su cuerpo fuera una carga enorme. Como si arrastrara todas las desgracias que ha vivido.
Me lo habría encontrado quizá en los alrededores del Sensō-ji, antes del yo sumido en este estado de decadencia. Un yo que iría impecable en mi uniforme universitario, caminando con aires de intelectual y, por qué no, con una traducción inédita y recién acabada de 'Los Sueños' de Quevedo bajo el brazo. Entonces, lo vería a lo lejos en la entrada al templo. Medio jorobado y cubierto de ropa podrida y maloliente. Acercándose a la multitud, pidiendo limosna o intentando engañarles. Sonriendo y jugando con niños pequeños, les haría trucos de magia, confundiéndoles para sacarles las monedas de los dulces.
Al pasar a su lado, me cogería del hombro y me soltaría un falso:

—Hola amigo, ¿te acuerdas de mi?

Yo, intimidado ante su atrevimiento, intentaría ignorarlo y aligeraría el paso. Al girar la esquina me frotaría el hombro varias veces. Y el resto del día pensaría sobre aquel hombre, su voz y sus palabras. Palabras que quizá había repetido cien veces ese día pero que yo habría creído que iban dirigidas única y exclusivamente a mi.

Pero la realidad era que en ese entonces yo era tan o más indigno de ser humano que él. Cualquier prejuicio que tuviera era inútil. Ese hombre se había ganado mi respeto con facilidad desde un principio. No se había presentado con aires de grandeza como todos aquellos intelectuales del círculo de artistas con el que solía reunirme.

Una noche, cuando llegué al garito, 'padre' no estaba apoyado en la barra de madera bebiendo sake como de costumbre. Le pregunté a Yohei y me dió una papel arrugado. Dentro había escrita una nota:

Te espero al otro lado del puente azul sobre el río Sumida al anochecer, ponte tu mejor prenda.

Desde mi reclusión, jamás había cruzado el río. Andaba desde mi casa en Edogawa hasta el bar, frente al Parque Sumida, y viceversa. Y siempre por calles poco transitadas, aunque el recorrido fuera más largo. Pasar al otro lado del río suponía acercarme a la sociedad con la que había dejado de estar familiarizado. No sé a dónde me pretendía llevar, pero me fié de él.
Estaba muy delgado y la poca ropa que tenía estaba desgastada o rota de tantas noches de embriaguez, así que lleno de vergüenza me acerqué a casa de mi primo, que vivía a dos calles del bar. Hacía más de medio año que no lo veía, no lo visitaba ni contestaba a sus cartas, en las que se mostraba especialmente preocupado por mi estado. Intenté pensar una excusa rápidamente. Se me ocurrieron muchas. Diría que había estado tan enfermo que no pude contestar a sus cartas y que había venido en cuanto mejoré. Por suerte, lo encontré entrando a la pequeña villa. De haber tenido que entrar, no habría tenido el coraje de suplicarle delante de su mujer y su hija.

—Primo? ¿Eres tú? —susurró acercando la luz de la vela a mi cara asustada.

Asentí con una sonrisa tímida. En realidad me alegraba de verle pese a la situación. No había cambiado nada, seguía rascándose la calva y sonriendo ingenuamente. Mi primo era un hombre de los pies a la cabeza. Daba igual las veces que le fallaras, él seguiría tratándote con la misma calidez. Creía firmemente que todas las personas cometen errores, y que por muy vil que pudiera ser alguien, siempre había un mínimo de bondad dentro. Jamás había conocido a un ser humano con tanto corte, que se dejara respetar tanto. A su lado yo no era más que carne para las moscas.
Hasta ese momento no fui del todo consciente de que, en realidad, existían buenas personas a mi alrededor, pese a que hubiera huido de ellas. No eran ellos el problema, era yo, que no quería adaptarme.

Las aguas del río SumidaWhere stories live. Discover now