Las aguas del río Sumida 2

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Seguía a mi amigo por las calles del otro lado del Sumida. Estaba atemorizado. Evitaba el contacto visual con la multitud que paseaba, charlaba o fumaba frente a los garitos, teatros y casinos. Él iba siempre un par de pasos por delante, echándome un vistazo cuando sorteábamos un grupo grande de gente o nos metíamos en algún callejón que a simple vista pasaría desapercibido. Las luces golpeaban su rostro, pero él ya traía un brillo en sus ojos de casa. Sonreía y se tocaba y retocaba la yukata. Yo iba algo borracho, mi primo me había ofrecido el sake de sus suegros, tomamos mucho pero en ningún momento rechacé más. Él seguía contándome no sé qué historia de cómo su suegro comenzó con el negocio del sake, y que él iba a heredar todo. Pero yo aún no le había sacado el tema de la ropa y sufría sudores buscando el momento y las formas de hacerlo.

—Oye, ¿pe-pero tú no ibas a salir? Tanto hablar, ta-tanto hablar, y tú sigues aquí. ¡Pero con eso puesto no sales de-de mi casa! Espera."

Tartamudeaba de lo borracho que iba. Deshizo el nudo de piernas sobre el que estaba sentado y desapareció por el pasillo oscuro. Tardó siglos en volver. Debió quedarse dormido en algún rincón. Mi amigo no había concretado una hora exacta, pero ya oscurecía y estaba preocupado. Mientras tanto, me dirigí a la entrada para evitar que me atrapara por más tiempo. Me quedé absorto mirando un retrato de su hija. La pequeña debía tener unos tres o cuatro años y aparecía de pie bajo un cerezo florecido. Miraba hacia las ramas del árbol que, en un golpe de aire momentáneo, dejaba caer los pétalos de sus flores como si se trataran de copos de nieve.
Por fin volvió a aparecer, pero ¡con un traje occidental!

Padre se reía a carcajadas cuando me vio cruzar el puente, golpeado por la última luz de un sol a punto de desaparecer frente a mi, allá al fondo sobre el parque de Ueno. Era la primera vez que llevaba algo así y lo cierto es que me quedaba de lujo, o esa era mi impresión tras tanto tiempo vistiendo la misma ropa andrajosa.
Me di cuenta en ese momento, discerniendo el jiji jaja de mi amigo en la otra esquina del puente, entre los ruidos de motor de las barcas pasando bajo mis pies. Me acordé de la época en la que mi primo y yo fuimos juntos a la escuela, cuando mi tío murió y él y la tía vinieron a pasar una temporada con nosotros a Nagasaki.

El director y doctor de la escuela, un ateo de ascendencia portuguesa, se preocupaba mucho por nuestra salud. Lo cierto es que estaba obsesionado con las cifras y estadísticas, y en particular con las etapas de crecimiento de los jóvenes. Lo anotaba todo y, teniendo a su disposición a más de cien niños en su escuela, no iba a dejar pasar la oportunidad de llevar un registro periódico de nuestro peso y altura. Cada primer lunes del mes, siguiendo el particular orden que se había establecido, de más mayor (fecha más antigua de nacimiento) a más menor (más reciente), cada uno de nosotros iba pasando por la enfermería durante toda la mañana, donde dos profesoras nos medían y pesaban y cantaban las cifras que el director Cardozo, Karudoso siguiendo la pronunciación local, iba anotando con precisión con su pluma de plata.
El caso es que mi primo Hiroshi y yo pesamos y medimos lo mismo durante los tres años que estuvimos en esa escuela, y eso que era época de estirones imprevisibles. Pero nosotros siempre fuimos igual de esmirriados. Cuando me probé el traje en su casa, me sorprendió mucho que aún siguiéramos teniendo las mismas medidas, incluso el sombrero canotier se ajustaba a mi cabezón. Me quedaba sensacional y creí recuperar la integridad por unos momentos.

Bordeamos un casino, un teatro, otro teatro, un puesto de ramen abrazado por una nube de vapor que salía flotando del interior. El puesto, lleno de clientes sorbiendo como si cada bol fuera un instrumento y el garito en sí una orquesta, desprendía olores exquisitos. Luego de ese disfrute nasal y cruzando por un callejón estrecho entre paredes de madera, volvimos a salir a la orilla del río. Todo el ruido quedó atrás, apenas se escuchaban voces. Se podía vislumbrar al otro lado del río la luz del tugurio que habituábamos. Me preguntaba por qué habríamos dado semejante vuelta. Pero al buscar el puente azul con la mirada, vi que no había camino directo al rincón en el que estábamos debido a que los preparativos de los fuegos artificiales ocupaban parte de la orilla. A nuestra izquierda, encarando el Sumida, se levantaba una casa de madera. Era un pequeño salón de té.
Por muy bien vestido que fuera ahora, mi cara mantenía el porte infeliz que me definía desde meses atrás. Poco habituados a sonreír, mis músculos faciales podrían sufrir calambres por sobresfuerzos inesperados, por lo que yo ya había echado a perder cualquier esperanza de volver a hacerlo. En contraste, Padre parecía más feliz que nunca. Ponía una cara parecida a la que ponía mi padre cuando al volver de un viaje de negocios a la capital me decía que tenía algo para mí, y que fuera al patio trasero a mirar; cuando un padre está orgulloso de ofrecer un regalo a su hijo primogénito de seis años. Lástima que ahora, con veintidós, no le causara más que disgustos.

Cuando conocí a Padre en el bar, hablé con él muchas noches sin saber su nombre. En ese garito nadie se conocía por su nombre. No es que cuando entráramos ahí dejáramos nuestra identidad fuera con tal de desaparecer del mundo real y evadirnos en el alcohol más lícitamente, sino que éramos seres tan despreciables que no merecíamos nombre. Borrachos desalmados con todo tipo de pasados, presentes y futuros de los que no queríamos hablar. En realidad, me incluyo, pero reconozco que yo era un novato ahí. Por miedo a preguntar su nombre y romper esa regla no escrita, y viendo que los motes eran habituales, comencé a dirigirme a él como Padre.

Se me ocurrió una noche que me pasé leyendo una copia del tratado de Luis Frois, en su portugués original, que me acababa de enviar mi hermano pequeño desde Nagasaki. El tratado, de 1585, fue el primero en comparar con profundidad las costumbres europeas y japonesas. Frois fue uno de los misioneros que llegaron a Kyushu en la segunda mitad del siglo XVI. Me vino a la cabeza el término que se utiliza normalmente para dirigirse a un sacerdote. Padre no se qué, Padre no se cuántos. Lo llevé a mi campo, y correspondiendo a esa actitud paternalista que tenía Padre hacia mí, le puse ese mote, pero sin apellido detrás, a secas.

Padre subió el peldaño del porche e hizo sonar una campanilla que colgaba del techo. Alguien abrió la puerta corredera y el brazo de la susodicha desapareció tras una cortina de terciopelo carmesí que me provocó una primera impresión errónea del lugar.

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⏰ Last updated: Dec 23, 2020 ⏰

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