DIAS DE MUERTOS

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Estábamos hambrientos. Atraves de las ventanas tapiadas del segundo piso mirábamos a los zombis deambulando, depredadores lentos y raquíticos en la última etapa de la infección, capaces de mutilarse a sí mismos con tal de tener algo que masticar. algunos tenían arañas en sus manos ,a otros se los veía con cajitas buscando quien sabe que. Tuvimos un zombi vestido con un pantalón deportivo y una musculosa, tenía una caja con bichos, Este estuvo sentado en nuestro jardín toda una noche, meciéndose y tarareando una canción de moda de cuando yo tenía diez años. Eran personas como nosotros, incluso en ese estado patológico eran capaces de conectarse con alguna parte sobreviviente de sus recuerdos.

Hablábamos en susurros mientras planeábamos un asalto. Papá no podía moverse con una pierna enyesada. Mamá era una inútil al borde de la catatonia. Las gemelas estaban fuera de la ecuación. Sólo quedaba yo, joven, sano y apetecible, el único capacitado para hacer la tarea.

Trazamos muchos planes y nos decidimos por el más simple. A primera hora de la mañana me preparé para salir, con mi traje de ciclista reforzado para evitar fracturas y mordeduras, guantes y botas de militar que compré en una feria americana antes de la infección, más el casco de motociclista que mi padre guardaba como único tesoro de su juventud, porque el mío se quebró la última vez que bajé de cabeza por unas escaleras cuando intentaba lucirme frente a unas chicas del colegio. Me armé con un fierro pesado, la mochila a la espalda y desclavamos las tablas de la puerta de atrás. Mi bicicleta seguía tirada allí donde la dejé bajo el sol de la primavera el día que nos acuartelamos.

Me moví por un costado de la casa y eché a correr por la calle en mi bicicleta, esquivando vehículos atravesados y cuerpos mordisqueados. El olor a cadáver era nauseabundo y el sol arrojaba un primer rayo tímido por sobre el horizonte entre las nubes de moscas.

Encontré decenas de zombis moribundos en el camino, la mayoría apenas podían moverse, los dientes expuestos luego de comerse sus propios labios, rugiendo un alarido que les moría en la garganta seca cuando me veían y no podían alcanzar su desayuno. La enfermedad estaba matando sus cerebros lentamente y en el corto plazo se quedarían quietos, comatosos, y dejarían de respirar.

Pero también había zombis nuevos, incautos que durante la última semana salieron a buscar comida o que se dejaron engañar por un infectado que pedía auxilio,además ,algunos de los infectados recientes atacaban a otros. Esos recién zombificados todavía podían razonar, pero lentamente se dejaban llevar por el hambre. Algunos simplemente dejaban de luchar contra el deseo, sabiéndose muertos. Y esos eran los peores, rápidos, fuertes, despiadados. Aguardaban como animales de caza y salían de algún escondite para atraparme, corriendo detrás de mi bicicleta y rugiendo su frustración. Yo me perdía detrás de alguna curva, mirándolos sobre mi hombro mientras sus ojos desorbitados me rogaban por un trozo de carne fresca.

En diez minutos llegué a un supermercado grande que no alcanzó a ser totalmente saqueado, tal vez por la presencia de un zombi en su interior durante los primeros días de pánico. Las puertas estaban abiertas y había mercaderías esparcidas por todas partes. En algún rincón del local en penumbras sonaba una radio a pilas a toda potencia, sintonizada en una de las tantas radios que se conectaban en cadena para mantenernos informados. Todas emitían la misma grabación desde hace ocho días: los países en Europa y Asia estaban desolados, tal vez quedaran personas en localidades aisladas. El eco de esas noticias resonaba en mi cabeza como una pesadilla, en la casa dejamos de escucharla hace días.

Recorrí en bicicleta los pasillos desordenados, sabía dónde tenía que ir pero la mayoría de los pasadizos estaban obstruidos con estanterías o mercadería apilada o algún zombi caminando por la zona, incluso vi una anciana que empujaba un carro lleno de detergentes. Demasiado lentos para reaccionar ante mi presencia. Quizá el casco les impidiera reconocerme como comida. Llegué a la zona de las conservas que era un desastre, tal vez no lograra pasar en bicicleta entre las montañas de latas desperdigadas y un zombi que intentaba salir de debajo de ellas sin mucho entusiasmo.

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Armado con el fierro me lancé y recogí tantas latas de atún como pude, mirando sobre mi hombro en todas direcciones cada cinco latidos de mi corazón desbocado. No me importó la marca ni el precio, aunque mamá esbozó que prefería las de Robinson Crusoe. Incluí algunas conservas de ananá y frutillas para las gemelas, palmitos y varias latas con ravioles listos para mi cumpleaños, que sería la semana siguiente. No cabía nada más en la mochila y aunque hubiese podido meter más, mi cuerpo no habría aguantado el peso.

No había ningún zombi persiguiéndome, así que respiré tranquilo por un rato y recorrí con calma el resto del supermercado, no sé qué buscaba y hubiese querido llevarme todo para no tener que salir nunca más a buscar comida. Encontré un cartón de cigarrillos, mamá estaría muy contenta. Recogí dos muñecas nuevas para las gemelas y me alisté para partir, cuando lo oí.

Debajo del eco de la radio y su mensaje en un loop infinito, más bajo que los balbuceos de algunos zombis terminales, noté el llanto de un bebé. Fue un llanto muy leve, habría pasado inadvertido si no fuera por mi experiencia cuidando a las gemelas. La radio a todo volumen podía ser un distractor, los zombis llegarían hasta ella y se irían al no encontrar comida parlante. O podía ser una trampa. El bebé debía estar en otra parte. Seguí recorriendo el supermercado, ahí lo escuché otra vez y reconocí la dirección, hacia la panadería del local. Me acerqué sigiloso, el fierro en alto, y traté de abrir la puerta, pero estaba trancada.

-¿Alguien en casa? -pregunté en un susurro, lo suficiente fuerte para que me oyerán del otro lado. Oí al bebé que estaba allí dentro, gruñendo su descontento. Un bebé vivo y seguramente uno o más adultos con él. Papá me daría una paliza por lo que iba a decir, ay Dios-... Si no están infectados, tengo un refugio seguro y comida...

Oí movimiento. Me alejé de la puerta y esperé, mientras un zombi lento me miraba desde el final del pasillo de los cereales. La puerta se abrió y del otro lado se asomó una mujer sin labios y ojos desorbitados, cargando a un bebé pequeño de bracitos rosados, bien arropado y para nada desnutrido. Me puse en guardia, pero la mujer no hizo nada para atacarme. Dejó al bebé en el suelo y lo observó una vez más, acarició su carita con manos cubiertas por guantes de goma, me miró con los ojos que parecían furiosos y regresó a su escondite en la panadería, sin despegar la mirada del bebé.

El zombi de los cereales avanzaba por el pasillo mirando el tentempié en el suelo. Recogí al bebé y me alejé pedaleando, oyendo los sollozos ahogados de la mujer y la protesta del zombi. Podía viajar en la bicicleta con el pequeño en un brazo y sostener el manubrio y el fierro protector en la otra, sería lento pero no imposible. Recogí un gran puñado de bolsas y las metí en otra bolsa grande junto con un tarro de leche en polvo. Ya no podía perder más el tiempo.

El camino de regreso fue terrible. Seguí la misma ruta por la que venía y eso fue un tremendo error. Los zombis depredadores me esperaban, uno alcanzó la rueda trasera con su pierna y me botó de la bicicleta. Caí de espaldas sobre la mochila, el bebé comenzó a llorar y eso llamó la atención del zombi más que cualquier otra cosa. Se lanzó sobre mí y lo recibí con las piernas abiertas, mordió mi pantorrilla por un lado de la canillera y lo empujé a un costado. Con el fierro en mi mano libre le di en el cuello antes que se levantara, su cuerpo saltaba del suelo con espasmos de epiléptico, pero ya no intentó atacarme. A lo lejos vi otros depredadores que corrían a todo pulmón.

La pantorrilla me dolía demasiado, pero no podía quedarme allí. Subí a mi bicicleta y terminé la ruta llorando por el dolor muscular. No había zombis cerca de mi casa, sino vecinos que intentaban robarme lo que traía en la mochila. Los reconocí, alguna vez tomé la merienda en sus casas, jugué con sus hijos, me bese con sus hijas, asistí a fiestas y cumpleaños. Pero en una situación como ésta no había espacio para la caridad, que mi familia me perdone.

Zero : Dias De MuertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora