CAPÍTULO I

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 EL SONIDO DE ROCA-OSCURA

Largas noches de verano se vislumbraban en el horizonte. Tras una temporada académica marcada por la creciente dificultad del temario año tras año, llegaban como un reconfortante respiro los días de vacaciones.

Así pues, con una sonrisa en la cara me despedí de mis compañeros de universidad hasta septiembre y con determinación cogí mi coche Suzuki Jimny y me fui hasta la ciudad para reencontrarme con la familia y los amigos de toda la vida.

Es curioso el concepto "amigos de toda la vida". Se suele utilizar para designar aquellos individuos que conociste en la escuela, en las actividades extraescolares y en amigos de otros amigos y que, al fin y al cabo, fueron los primeros con quien uno se echa unas risas. Un padre, al igual que una madre, es una figura importante, pero un amigo es la representación de muchas de tus facetas: misma edad, mismas aficiones (o en su defecto compatibles), relaciones similares con los padres...

La cuestión es que los "amigos de toda la vida" son especiales, irrechazables, inigualables.

Los amigos de la universidad están un paso por debajo jerárquicamente de los de toda la vida. Con orgullo solía decirles a los de la universidad que este verano me lo pasaría yendo de fiesta con ellos: los amigos de toda la vida.

Me reencontré con los locos luego de cenar. Quedamos en una pequeña plaza que nos quedaba relativamente cerca a todos. Allí estaban los cinco.

Todos íbamos vestidos con camisa larga fresca y de color blanco. Todos menos Lewis. El daba la nota con su camisa hawaiana color rojo intenso adornado con cantidad de cocos felices en el estampado. Al no haber acordado vestirnos todos iguales, sino que simplemente coincidimos, nadie comentó en primera instancia la ropa que llevábamos. La qual cosa, a efectos prácticos, me daba la sensación que solía ser el primer comentario que siempre se sacaba en el momento en que nos veíamos, luego de un largo período de tiempo.

Nos saludamos, reímos, y charlamos de camino al badulaque 24h que había de camino a la discoteca.

Joe nos contó que de lunes a viernes había ido a pescar truchas al río con su hermano. Nos habló de lo productivo que resultaba ser esa actividad para él y su humilde familia. Los primeros días no le gustaba mucho, ya que tenía que enseñar a su hermano a trabajar con la caña: prepararla, poner el cebo, y lanzarla bien. Eso le resultaba muy aburrido. Además, llegaba cansado de haber trabajado en la obra por la mañana. Pero cuando llevaba ya un mes con su hermano, este aprendió y entonces fue cuando mi buen amigo Joe empezó a vivir la vida.

Mientras su hermano se peleaba con las escarpadas y punzantes rocas y el desbravado caudal del río por conseguir un pez, Joe se acostumbró a apalancarse bajo la sombra de un nogal cercano a fumar de la pipa roja de su tío. Así pues, mataba dos pájaros de un tiro: por un lado pasaba las horas tranquilo y relajado y por otro lado se llevaba a casa el mérito de llevar comida fresca al plato, renegando su hermano pequeño en segundo plano ya que, ni su padre ni su madre creían que el pequeñín pudiera ni siquiera tener el valor de coger un gusano con sus propias manos.

Luego Mike me distrajo un buen rato contándonos como se había ligado a Martona, su compañera de clase, durante el curso. Todos conocíamos a Marta Ona porque además de sus constantes escándalos amorosos había tenido un rollo con Lewis hacía 2 años. Es más, nosotros le habíamos puesto el apodo de "Martona La Guarrona".

Mike alardeaba de su reciente conquista mientras los demás reíamos indiscriminadamente. Todos, menos Lewis. Mi amigo de cabellos rubios y ojos oscuros mantenía unas facciones serias en su rostro y únicamente miraba al suelo y andaba al paso del grupo.

          

Solo andaba y pensaba. Solo pensaba... A Lewis le pasaba algo.

Siempre solía ser el primero en hablar de temas estúpidos, sin sentido, temas de adolescentes de los que aún ahora con la edad que teníamos seguíamos tratando: chicas, sueños, viajes, proyectos y muchos, pero que muchos videojuegos. Era el más alto y el que más alto hablaba cuando se crecía y siempre se le veía con una sonrisa en la cara de tonto y bobo, pero feliz al fin y al cabo. Ahora, no le reconocía.

Los demás no se dieron cuenta que no decía nada, ya que el sonido de sus carcajadas perfumado con las voces de habladurías propias de la calle y los sonidos de las persianas de los locales cerrando al final de una dura jornada cegaban la vista de lo que escondía el silencio de Lewis.

Y si alguien se dio cuenta, no dijo nada, como yo. Me limité a pasarlo bien, escucharlos hablar, reir, estar con aquellos, dedicarles más tiempo del que tenía.

Pasamos por la plaza del capitolio, cruzamos el puente de los enamorados y nos adentramos en Roca-oscura: un barrio de calles estrechas carentes de farolas, con adoquines color negro oscuro que cubrían todo hasta donde alcanzaba la vista. No convenía adentrarse solo en Roca-oscura por la noche.

La decadencia, lujuria y vejez acompañaban a los seres que habitan en esas inmensas casas lúgubres adornadas con antiguas gárgolas. Pocas veces había estado en aquel laberinto de callejones y todas ellas hacía mucho y mucho tiempo.

De pronto nos paramos. Habíamos llegado al badulaque. Mike y Fiesta entraron a comprar el vodka con Red-bull.

Nunca nadie sabe quien es Fiesta, pero para lo que necesitas, siempre está ahí.

Los otros nos quedamos fuera esperando, observando el espectáculo de no ver nadie por la calle. Sin sonidos, sin colores, sin coches. Únicamente desde un radio de 50 metros de distancia se reconocía el badulaque por sus luces de color verde claro.

Ahí estábamos, en la última pizca de vida de ese mugriento barrio esperando que nuestros amigos se hicieran con un par de botellas de litro y unos cigarrillos Camel que suministraba el vendedor por el módico precio de un euro la unidad.

Me apoyé en la pared y encendí un cigarrillo. Joe y Lewis también estaban fumando apoyados en la pared al otro lado de la puerta de entrada al badulaque. Todo estaba tranquilo.

De repente alcé la mirada para fijarme en un callejón sin salida que quedaba a mi derecha. Mi cuerpo se estremeció por un momento y tuve miedo, solo por unos instantes. Mi mente viajó al pasado recordando la situación que viví en ese callejón con Lewis y los atracadores.

Lo recuerdo bien, aunque nunca he tenido el valor para contárselo a nadie. Ni siquiera a mi buen amigo de cabellos rubios.

Como una fría noche de invierno nos adentramos en Roca-Oscura, para echar un canuto, hacía ya más de cinco años. Éramos más jóvenes y no valorábamos los riesgos que uno se puede encontrar por la vida.

Así que cuando nos encontramos a dos chavales problemáticos, de dos años más, que solían visitar con frecuencia el reformatorio, pero que iban a nuestro colegio; nos pareció buena idea pasar la noche en esas turbias calles con ellos.

Nos empezaron a hablar con respeto, riendo y siendo majos. Luego nos propusieron jugar a cartas en el callejón sin salida.

Lewis y yo nos miramos y con una mueca de indiferencia aceptamos ir. Se suponía que el callejón era el lugar perfecto para que nos pegaran una paliza y nos robaran allí mismo. Hasta un adolescente bobo lo sabía. Por eso fuimos con cautela, vigilando tanto Lewis como yo cualquier gesto, cualquier movimiento que pudiera resultar sospechoso por parte de ellos.

Pero nada.

Jugamos a mentiroso los cuatro en un sucio y descuidado banco roto que había en el callejón, junto a las basuras.

Luego de ganar unas cuantas partidas, uno de los dos, envalentonado con aires de chulo, propuso apostar con dinero. Todos accedimos así que sacamos un puñado de monedas de nuestros respectivos bolsillos y seguimos el juego. Estubimos lo que vendría siendo unos veinte minutos ganando y perdiendo hasta que el muchacho que había propuesto apostar se quedó sin blanca. Fue entonces cuando propuso apostar sus propios pantalones bajo el pretexto que valían una fortuna.

En ese momento fue cuando Lewis con una media sonrisa mirando el reloj dijo que era hora irse. Eran las doce de la noche. Buena hora para hacer una retirada irreprochable.

—¿Ya os vais? ¿Tan pronto?

—Mañana tengo una comida familiar, por lo que no quiero ir sobado - respondió Lewis de forma tajante.

—Si... yo también debería irme... —Contesté rápidamente.

—¿Seguro que no queréis quedaros un poco más? —Insistió uno de ellos.

—Seguro —Añadió Lewis manteniendo un posado firme.

—Os acompañamos pues. —Sentenció el otro con una sonrisa nerviosa.

Los cuatro nos dirigimos al puente de los enamorados, el cual delimita la frontera entre los dos barrios. Ahí nos paramos. Nos miramos las caras un buen rato, lo suficiente para que no se produjera un silencio incómodo y entonces mi amigo se despidió con un tímido movimiento de cabeza y me dirigió una fugaz mirada que me decía que me fuera con el.

Pero justo cuando iba a comunicarles a los dos nuevos amigos que me marchaba con Lewis me preguntaron directamente a mi, mirándome los dos fijamente a los ojos y con una sonrisa sincera:

—Quédate un poco más ¿no?

—Yo... —Contesté indeciso.

—No te preocupes, luego te acompañamos a la puerta de tu casa si hace falta. Tu no te preocupes por nada.

—Mmmh... claro...

Así fué como vi a Lewis cruzar una vez más el puente de los enamorados, pero esta vez, volvía solo. Se alejaba solo hacia la luz de las farolas y los escaparates de las tiendas del centro, quedándome yo, en la oscuridad más profunda de la ciudad. Solo, indefenso, con el abrazo del viento seco de noviembre que empapa todo de humedad, frío y tinieblas.



      CONTINUARÁ...

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⏰ Last updated: Nov 23, 2019 ⏰

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Writer
Tengo examen mañana, haré lo que pueda

5y ago

Writer
Jajaja

5y ago

LO QUE ESCONDE EL SILENCIOWhere stories live. Discover now