6. Eres tú...

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6. Eres tú...

Cuando finalmente llegaron al gran palacio que se alzaba en la parte más alta del reino, Sherlock y su padre se apearon del carruaje.

Sherlock se sorprendió de que tanta gente hubiera ido a ver a un bebé al que él no le daba la más mínima importancia. Y no solo eso, sino que parecían en extremo felices y no dejaban de alzar la voz para decir a todos los que quisieran escucharles, sus buenos deseos hacia el principito que acababa de llegar al mundo.

–¡Su real majestad, el rey Arthur y su alteza, el príncipe Sherlock! –anunció una voz al tiempo que los mencionados avanzaban por la sala hasta colocarse delante de los reyes e inclinarse en señal de respeto.

Sherlock lo hizo a regañadientes, porque para colmo, su padre le había dado un presente que debía entregar a sus majestades. Un regalo para su retoño, al que él ya despreciaba. Odiaba que le impusieran algo, y el matrimonio era de las peores cosas que le podían obligar a hacer.

Henry se levantó del trono para recibir a su amigo, y ambos hombres no tardaron en darse un afectuoso abrazo. Primero Henry, y luego fue Ella la que abrazó a Arthur, que sonreía como si fuera él el padre de la criatura que iban a conocer.

–Cuanto has crecido, Sherlock. La última vez que te vimos, todavía eras un bebé—dijo Henry revolviéndole los pequeños rizos negros con una mano.

–Hace mucho de eso entonces—dijo Sherlock sin ganas de hablar. No quería estar allí. No le gustaba rodearse de tanta gente. Y lo que menos le agradaba era conocer al dichoso bebé.

–Ven a conocer a John, Sherlock—dijo afectuosa Ella, guiando al niño a la cuna que había cerca del trono.

La cuna era hermosa, desde luego. De madera pulida y bien tallada, con un dosel del que colgaban unas cortinas de seda en color celeste. Y detalles de oro que indicaban a todos los presentes que allí dormía un verdadero príncipe.

Sherlock acompañó a la amable mujer y se asomó para ver al neonato.

Sólo podía verle la cabecita, porque el resto de su cuerpo estaba tapado por una manta de impoluto blanco. Pero el bebé no era tan terrible de contemplar como él se había imaginado.

Sonrosadas mejillas, labios pequeños, y una pelusilla rubia por cabello. Sin embargo, no pudo verle los ojos porque los tenía cerrados, sumido en un profundo sueño y respirando con la boca entreabierta.

Aún así, Sherlock puso su mejor cara de aversión y le sacó la lengua al inocente crío durmiente, aprovechando que su padre andaba distraído a sus espaldas.

Entonces la voz que les había anunciado minutos antes, volvió a gritar.

–¡Sus honorables excelencias, las tres ilustres hadas! ¡La buena hada, Martha! ¡La buena hada, Molly! ¡Y la buena hada, Mycroft!

Los tres seres alados entraron por uno de los ventanales del palacio, y en un momento estaban delante de los reyes, inclinándose con el mismo respeto que los demás. Acto seguido, se apresuraron para ver al bebé, y al contemplarlo, sus rostros se iluminaron como el primer sol de la mañana.

–Es un encanto... –dijo emocionada Molly.

Entonces todas se dirigieron a los reyes.

–Cada uno de nosotros dotará al bebé de un raro don, que en suma, serán tres—les dijo Mycroft a Henry y Ella.

Martha fue la primera en sacar su varita y hacer una floritura con ella en dirección a la cuna.

–Principito, mi don especial para ti será la bondad. Una virtud que no todos poseen. El pensar en el prójimo y en su bienestar. No habrá en el mundo alguien más bueno que tú.

Su alteza real, Sherlock Holmes (Sherlock Holmes x John Watson-Slash)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora