Inspiración

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Peter no podía apartar la vista del cuadreno de su compañera. Rose no era guapa, a su parecer. Las gafas redondas que llevaba hacían que su cara pareciese incluso más ancha. Pero eso daba igual, porque era la niña más lista de su clase y ¡oh, que letra tan bonita tenía!

El niño no sabría escoger si se lo pidieran entre Carol, su compañera de autobús y la dueña de la sonrisa más genial del mundo, Emma, que jugaba al fútbol con él y sus amigos en el recreo, o Rose. ¿Estaría bien ser novio de las tres al mismo tiempo?
Peter imaginó a su hermano mayor haciéndolo, y sin poder evitarlo, su hermana también se coló en la ensoñación, dando una colleja al mayor y reprendiéndolo a él. No, no estaba bien.

Las bonitas letras desaparecieron de su vista cuando la niña cerró el cuaderno de un golpe. Rose, además de tener la mejor caligrafía y responder bien a todas las preguntas en las fichas, también era la única de la clase con reloj. Eso era como un privilegio: saber cuando tocaría el timbre y cuánto faltaba para la siguiente clase.
Peter llevaba una semana esperando a ese momento. Si la pelirroja había cerrado el cuaderno significaba que la campana estaba por sonar y el profesor de música iría a buscarlos. ¡Por fin!

¿Por qué no habría más clases de música a la semana?
Según la señora Morgan, esa era una clase para jugar y no se puede quitar tiempo de las asignaturas importantes para darles más horas de "recreo", pero a Peter no le parecía que esa clase fuese menos seria que otras, y la música no era un juego para él. Le gustaba cantar, aunque lo hacia mal, le gustaba bailar, aún siendo torpe, y le gustaba participar en la orquesta del colegio aunque fuera tocando el triángulo.

Fueron en fila al aula, cada uno con su funda plástica debajo del brazo. La del pequeño de los Morgan era la mejor, pues un trozo de velcro impedía que las partituras se saliesen para fuera y las esquinas se doblasen. Al enseñarla el primer día muchos lo miraron con envidia. Normal, porque era chulísima.
De camino pasaron por delante del cuarto para material y el niño recordó su misión. Ya sabía que aquel instrumento era un violonchelo, o como lo llamaba también mucha gente, chelo. Aquel en concreto era demasiado grande para un niño como él, pero los había de distintos tamaños. En el colegio no había más que ese, que estaba roto, pero podían comprarse en muchas de las tiendas de música de la ciudad. Ahora necesitaba saber cuanto, y calcular si el dinero de su cumpleaños sería suficiente para comprar uno y si le sobraría para un reloj como el de Rose. Mejor incluso: un reloj con luz.

Cantaron a coro los niños y niñas de su clase mientras él y unos cuantos más hacían chocar el metal contra el metal en el triángulo, pulsaban las teclas del piano animándolo a sonar,o inspiraban a las trompetas con soplidos firmes. Viéndolo como lo veía nuestro pequeño protagonista parece una escena hermosas de esas que le gusta observar con detalle, pero cualquiera de los tres profesores que pasaron ante el aula de música durante el ensayo asegurarán que el horripilante sonido procedente de esas gargantas espantaría al peor de los monstruos. Todo es cuestión de perspectiva.

Al acabar el ensayo recogieron como siempre de forma organizada, y solo un atril quedó por guardar cuando sonó la campana: el de Peter. Demasiado ocupado soñando como para recordar sus obligaciones atravesó el aula para hablar con el profesor.

-Señor, tengo una duda... -el niño nunca fue bueno con las palabras. No sabía empezar una conversación coherente sin tartamudear, o pedir permiso sin acabar pidiendo disculpas.

El profesor asintió, pero Peter no pudo verlo, pues sus pupilas estaban clavadas con vergüenza en el suelo.

-Claro, dime -esta vez lo dijo en alto para que el rubio se percatase y esperó pacientemente a la pregunta con la sonrisa amable y ligeramente forzada que siempre adornaba su rostro.

-¿Qué debo hacer para convertirme en un buen chelista?

El estupor en el rostro del maestro molestó a Peter, pero guardó su orgullo en un bolsillo como tantas otras veces hacía y mantuvo la cabeza alta como si no se hubiese dado cuenta de la poca seriedad con la que últimamente lo trataban los adultos.

-¿Quieres ser músico, Morgan? Pues lo primero que necesitas es inspiración.

Y con esa respuesta tan poco concreta el hombre se dio la vuelta y volvió a su tarea de borrar el encerado. El rubio, en cambio, salió de allí con la funda de plástico apretada contra el pecho, dejando el atril atrás.

¿Inspiración? ¿Cómo demonios se consigue eso? ¿Qué inspira normalmente a la gente?
Peter pasó las siguientes clases dando vueltas a las palabras del profesor en su cabeza. Nadie le dijo nada al respecto: ¿El pequeño de los Morgan perdido en sus pensamientos y sin atender? Menuda novedad. Su conducta tampoco extrañó a su madre, que lo recogió en el aparcamiento de la escuela puntual, como siempre. El trayecto era largo y pudieron hablar largo y tendido, pues, aunque una conversación no lo hacía, la música era para la rubia una distracción.

-Mamá, si quieres que sea feliz, déjame estudiar música en la escuela municipal -por decimoquinta vez en el trayecto hacia la academia donde por las tardes tenía clases de refuerzo de matemáticas, el rubio suplicó a su madre por una oportunidad.

-Oh, Peter, ahí sólo entran los mejores, y...

-Pues entonces no me hagas ir a clases de matemáticas. Si sólo entran los mejores, no me quites el tiempo que tengo para practicar, déjame ser el mejor -Peter no entendía por qué su madre era tan egoísta de repente. Vale, las mates se le daban mal, pero él quería ser músico y con saber contar los compases le llegaba y sobraba.

Con hastío por lo ridículo de la situación, la señora Morgan trató de zanjar el tema con lo que ella consideraba la verdad, la verdad y nada más que la verdad:

-Las matemáticas son más importantes que la música, hijo

-¿Importantes? ¿Importantes para qué?

Cuerdas rotasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora