Sus hábitos. Un paseo

1.7K 168 105
                                    

Te he dicho que estaba encantada con ella en la mayoría de las cosas.

Había algunas que no me gustaban tanto.

Su estatura era un poco superior a la media entre las mujeres. Empezaré por describirla. Era delgada, y maravillosamente grácil. Sólo que sus movimientos eran lánguidos... muy lánguidos... Aunque no había nada en su apariencia que delatara a una inválida. Su tez era dulce y radiante; sus facciones, pequeñas y hermosamente formadas; sus ojos grandes, oscuros y lustrosos; su pelo era absolutamente maravilloso: jamás he visto cabellera tan magníficamente densa y larga, cuando se la dejaba caer sobre la espalda; a menudo le pasé la mano por debajo, y me reí, asombrada, de lo que pesaba. Era el suyo un cabello fino y suave, de un rico color castaño muy oscuro, levemente dorado. Me gustaba soltárselo, cediendo a su propio peso, y, cuando estaba en su habitación, tumbada sobre su silla, hablando con su dulce voz baja, solía yo recogérselo y trenzárselo, y extenderlo, y jugar con él. ¡Cielos! ¡Si lo hubiera sabido todo!

He dicho que había detalles que no me gustaban. Te he contado que su confianza me conquistó la primera noche que la vi; pero descubrí que, respecto a sí misma, su madre, su historia, de hecho, respecto a todo lo relacionado con su vida, ejercía una reserva siempre alerta. Casi diría que yo era poco razonable, y quizás estaba equivocada; diría que debería haber respetado el solemne precepto impuesto sobre mi padre por la soberbia dama de terciopelo negro. Pero la curiosidad es una pasión infatigable y sin escrúpulos, y no hay muchacha capaz de soportar pacientemente que la suya se vea frustrada por otra muchacha. ¿Qué daño podía hacerle a nadie el que ella me contara lo que yo deseaba tan ardientemente conocer? ¿Es que no confiaba en mi buen sentido o en mi honor? ¿Por qué no habría de creerme cuando le aseguraba, tan solemnemente, que no divulgaría ni una sola sílaba de lo que me contara ante ningún ser viviente?

Había, según mi impresión, una frialdad impropia de sus pocos años en su sonriente negativa, melancólica y persistente, a concederme ni el menor rayo de luz.

No puedo decir que nos peleáramos sobre este punto, porque ella no se peleaba por ninguno. Era, naturalmente, muy poco digno por mi parte el apremiarla; muy maleducado; pero lo cierto es que no podía evitarlo; y hubiera sido mejor que dejara la cosa en paz.

Lo que me contó venía a reducirse, según mi poco razonable estimación, a nada en absoluto.

Todo ello se resumía en tres vagas revelaciones.

Primera: se llamaba Carmilla. Segunda: su familia era muy antigua y noble. Tercera: su hogar estaba en dirección al oeste.

No me dijo ni el apellido de su familia, ni cuáles eran sus blasones, ni el nombre de sus dominios, ni siquiera el del país en que vivían.

No vayas a suponer que la importunaba incesantemente con estos temas. Vigilaba las oportunidades, y más bien insinuaba que no forzaba mis indagaciones. A decir verdad; una o dos veces la ataqué más directamente. Pero fuera cual fuera mi táctica, el resultado era invariablemente un fracaso total. Tanto los reproches como las caricias se perdían con ella. Pero debo añadir que su evasión era llevada a cabo con una melancolía y unas imploraciones tan gentiles, con tantas, e incluso tan apasionadas, declaraciones de su afecto por mí y de su confianza en mi honor, y con tantas promesas de que acabaría por saberlo todo, que no podía inclinar mi corazón a estar ofendida con ella por mucho tiempo.

Solía rodearme el cuello con sus lindos brazos, atraerme hacia ella y, mejilla contra mejilla, murmurar, con sus labios junto a mi oído:

—Querida mía, tu corazoncito está herido; no me creas cruel porque obedezca a la ley irresistible de mi fuerza y mi debilidad; si tu querido corazón está herido, mi corazón turbulento sangra junto al tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida, y tú morirás...; morirás, morirás dulcemente... en mi vida. Yo no puedo evitarlo, así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad que, sin embargo, es amor; de modo que, durante un tiempo, no trates de saber nada más de mí y lo mío: confía en mí con todo tu espíritu amoroso.

También te gustarán

          

Y, después de cantar esta rapsodia, me apretaba más estrechamente en su tembloroso abrazo, y sus labios encendían mis mejillas con dulces besos. Sus inquietudes y su lenguaje eran ininteligibles para mí. De esos disparatados abrazos, que no se producían demasiado a menudo, debo admitir que solía desear liberarme; pero parecían faltarme las energías para ello. Sus palabras murmuradas sonaban como un arrullo en mis oídos, y ablandaban mi resistencia en un trance del que tan sólo parecía recobrarme cuando ella apartaba sus brazos.

No me gustaba cuando estaba en esos humores misteriosos. Experimentaba una extraña excitación tumultuosa que, siempre y de inmediato, era placentera, pero se mezclaba con una vaga sensación de miedo y repugnancia. No tenía yo ideas precisas acerca de ella mientras duraban estas escenas, pero cobraba conciencia de un amor que se transformaba en adoración, y también de aborrecimiento. Sé que esto es paradójico, pero no puedo intentar explicar de otro modo aquel sentimiento.

Escribo ahora, tras un intervalo de más de diez años, con mano temblorosa, con un confuso y horrible recuerdo de ciertos acaecimientos y situaciones a través de cuya prueba estaba yo pasando inconscientemente; mas, pese a todo, con una vívida y muy aguda rememoración del curso general de mi historia. Pero sospecho que en todas las existencias se dan ciertas escenas emocionales, aquellas en las que nuestras pasiones se han despertado más salvaje y terriblemente, y que, entre todas las demás, son las que más vaga y difusamente recordamos.

A veces, después de una hora de apatía, mi extraña y hermosa compañera me tomaba la mano y la retenía apretándomela cariñosamente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y respirando tan aprisa que su vestido subía y bajaba con la tumultuosa respiración. Era como el ardor de un enamorado; me turbaba; era una cosa, y, sin embargo, irresistible; y, con mirada ansiosa, me atraía hacia sí, y sus cálidos labios recorrían en besos mis mejillas; y susurraba, casi sollozando:

—Eres mía, serás mía, y tú y yo seremos una para siempre.

Luego se dejaba caer nuevamente hacia atrás en su silla, tapándose los ojos con sus pequeñas manos, y me dejaba temblando.

—¿Es que somos parientes? —solía yo preguntarle—. ¿Qué pretendes con todo esto? Quizá te recuerdo a alguien a quien amas; pero no debes hacerlo, lo detesto; no te conozco..., no me conozco a mí misma cuando me miras y me hablas de ese modo.

Ella solía suspirar ante mi vehemencia, y luego volvía el rostro y me soltaba la mano.

Respecto a esas manifestaciones realmente extraordinarias, yo me esforzaba en vano por formar alguna teoría satisfactoria. No podía reducirlas a fingimiento o burla. Se trataba, inconfundiblemente, del estallido momentáneo del instinto y la emoción contenidos. ¿No estaría, pese a la espontánea negativa de su madre, sujeta a breves accesos de demencia? ¿No se trataría acaso de un disfraz y un romance? Yo había leído de cosas semejantes en viejos libros de cuentos. ¿Y si un amante masculino hubiera logrado introducirse en la casa, y tratara de conseguir sus fines con la ayuda de una vieja e inteligente intrigante? Pero había muchas cosas en contra de esta hipótesis, pese a ser tan interesante para mi vanidad.

Yo podía jactarme de no pocas de las atenciones que la galantería masculina se complace en ofrecer. Entre esos momentos apasionados había largos intervalos de situaciones normales, de cavilosa melancolía, durante los cuales, salvo por el hecho de que observaba sus ojos llenos de fuego melancólico mientras me seguían, había momentos en que hubiera podido no ser nada para ella. Excepto en esos breves períodos de misteriosa excitación, sus maneras eran infantiles; y siempre había en ella una languidez absolutamente incompatible con un organismo masculino en estado sano.

En ciertos aspectos, sus costumbres eran extrañas. Quizá no tan singulares en la opinión de una persona de ciudad como tú como para nosotros, que éramos gente rústica. Solía bajar muy tarde, generalmente no antes de la una; se tomaba una taza de chocolate, pero no comía nada; luego íbamos a dar un paseo, que era un mero haraganeo, y, casi inmediatamente, parecía agotada, y o volvía al schloss o se sentaba en alguno de los bancos situados, aquí y allí, entre los árboles. Era ésa una languidez corporal con la que su mente no concordaba. Era invariablemente una animada conversadora, y muy inteligente.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora