CAPÍTULO 3

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Busco las bragas como si me fuese la vida en ello y, cuando las encuentro, las levanto con rapidez, pero no me doy cuenta de que hay un saliente del tubo del radiador cerca y se quedan enganchadas.

—¡No me jodas! —Llevada por los nervios, tiro de ellas con fuerza para soltarlas y oigo el momento exacto en que se rajan—. ¡Virgen de la pata arrastra! —Angustiada, me pongo de pie para no hacerlo esperar más y camino como puedo hasta el mostrador. La cosa no ha podido ponerse peor.

—Buenos días.

Alguien me saluda y al levantar la vista para hacer lo mismo me quedo petrificada. El trompa de elefante ha vuelto y no ha podido ser más oportuno. Es la segunda vez que me sorprende en una situación así.

—Ho...la. —Aliso mi falda para disimular el sonrojo. Entre el sofoco que tengo y la impresión de verlo, debo de tener la cara como si me hubiesen dado dos chanclazos—. ¿En qué puedo ayudarlo? —Trato por todos los medios de parecer calmada, pero en el fondo me siento como si en cualquier momento fuese a descubrir lo que escondo.

—Necesito una crema para las rozaduras.

—¿Qué rozaduras? —pregunto sin pensar y me vuelve a pasar lo mismo que el día anterior. Por miedo a que crea que no soy profesional salgo del paso como puedo—. Quiero decir, ¿es algún tipo de dermatitis alérgica o irritativa por contacto? —Cambio el peso de un pie a otro y mis ojos quedan fijos en la caja registradora al notar que la jodida bola se mueve y comienza a deslizarse hacia abajo. ¿Ahora sí que quiere salir?

—Pues... la verdad es que no lo sé. ¿Qué te parece a ti? —Cuando echa mano al cinturón mi respiración se corta, y en el momento en el que empieza a desabrocharlo tengo que apretar mis glúteos con fuerza para que, debido al shock, no termine de caerse la maldita bola.

—No te... Aquí no te desnu... —Nerviosa, y antes de que pueda terminar la frase, me señala una pequeña rozadura de dos centímetros por debajo de su ombligo y dejo salir el aire de mi pecho, aliviada. Al relajarme, la bola de la tortura se empeña en bajar aún más y, con disimulo, cruzo las piernas. Ahora ya sé lo que siente una ostra cuando se aferra a su perla.

—¿Qué te parece? ¿Qué crees que puede ser? —habla de nuevo sacándome de mis pensamientos, y por el sobreesfuerzo que estoy haciendo con la pelvis me cuesta responder.

—Pues parece... —Aun en medio de mi gran apuro, puedo notar lo marcado que está su abdomen—. Tiene pinta de... —Varias gotas de sudor comienzan a resbalar por mi espalda y, antes de carraspear, contraigo con fuerza la vagina—. Parece irritación por algún roce.

—Pues ahora que lo dices... —Se queda pensativo por un momento, así que aprovecho que vuelve la atención a su piel y con un rápido movimiento a través de la tela de la falda empujo la bola hacia dentro. Parece que de momento funciona—. Puede ser, sí... Vas a tener razón —dice sin más—. Dame entonces una crema específica y... otra caja de condones, de esas que guardas en la parte de atrás, por favor —me sonríe y presiento que no voy a poder dejar de imaginarme en todo el día cómo ha podido hacerse eso.

Camino con brío para cogerlos y así terminar antes con él, pero en el momento en que regreso al mostrador me vuelve a pasar lo mismo. Al detenerme, la bola se mueve y comienza a resbalar haciendo que me arrepienta de no haber intentado sacarla cuando fui a por los preservativos. Lo único que me alivia es saber que ya está terminando y no tardará en marcharse.

—Aquí tiene. —Le entrego la compra dentro de una pequeña bolsa y con rapidez le muestro el ticket con la cuenta.

Saca una cartera marrón de su bolsillo trasero, pone las monedas justas sobre la mesa y, mientras se la guarda en el mismo lugar, se fija en algo que hay guardado en una de las vitrinas que tengo colgadas en la pared. Mis músculos claman por piedad y comienzo a notar que cada vez pierdo más la fuerza. Lo único que quiero es que no se entretenga más y se largue de una jodida vez o aquí va a ocurrir una desgracia.

LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora