La paz del hogar.

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Bajo la cálida luz del sol, una muchacha de cabellos celeste se haya entrenando con sus compañeras de la tribu. Ellas intentan alcanzarse las unas a las otras, empleando unas largas astas como si fueran lanzas. Intercambiando golpes, la adolescente logra golpearlas a todas en el torso varias veces. Su energía la hace moverse con una agilidad que sus amigas no pueden alcanzar.

- ¡Llapüd! ¡Me rindo! - Exclama una de las doncellas, entre jadeos.

- ¿Qué? ¿Por qué?

- ¡Sos demasiado rápida! ¿¡Cómo aprendiste a moverte así!?

- Mi mamá me enseñó. Es muy buena usando la pica.

- ¡Nosotras también nos rendimos! - Exclaman el resto de sus amigas.

- ¿En serio? ¡A este ritmo nunca serán buenas luchando!

- De todas formas, ¿la lanza es la única arma que maneja tu madre?

- ¿Eh? ¡No! ¡También es buena con el arco, el garrote y la magia! De hecho, tiene toda una colección de armas mágicas.

- ¿Podemos verlas?

Llapüd se queda un rato dudando ante la propuesta de una de sus compañeras. Ellas, ignorando la inseguridad en su rostro, se dirigen a su vivienda, forzándola a tomar una decisión.

- ¡Esperen! ¡No vayan por si solas!

Sus amigas llegan primero hasta el toldo, pero se detienen en la entrada. Llapüd, notando como aquellas voces tan enérgicas han enmudecido, se aproxima a ellas preguntando:

- ¿Pasa algo? ¿Por qué se detuvieron?

La joven voltea su mirada al interior de su hogar. Sus ojos tardan en adaptarse unos segundos a la oscuridad reinante, pero logra divisar al instante dos siluetas. Una de ellas, delgada pero viril, se haya suspendida, con las piernas extendidas. La otra, curvilínea, sensual y majestuosa, se encuentra parada frente a la primera.

Unos rayos de sol se filtran dentro del toldo, la visión de Llapüd se aclara y el rostro de una mujer madura, serena, fina y siniestra, embellecido por unos ojos y unos cabellos tan hibernales y tan cristalinos como los suyos, emerge de las tinieblas. Las dos figuras terminan de revelarse. La dama se haya parada delante de un desdichado muchacho, de tez oscura, orejas alargadas y expresión tan patética en su rostro como la de cierto chico, quien se haya atado a los postes del toldo, en una postura totalmente sumisa e indefensa. Un gran, alargado y grueso instrumento de madera, con una forma similar a aquella llave del desgraciado, cubierto en la grasa de algún animal, está adosado a la entrepierna de la señorita, sobresaliendo de entre sus atavíos de cuero.

- ¡Ah! Llapüd, ¿trajistes a tus amigas a casa?

- En realidad, quería mostrarles tu colección de armas, mamá... ¿Qué estás haciendo con papá?

- Tu padre... - La sádica hembra agarra cruelmente las gónadas de su cónyuge y tira de ellas, acercando sus desprotegidas nalgas, a la punta del falo. La cabeza se apoya en aquel orificio, mientras el pobre sujeto grita y suplica que se detenga. - Tu padre se portó muy mal, así que lo estoy castigando. - Tirando una vez más de sus delicadas perlas, la dama introduce aquel pene de madera en la cavidad de su esposo, de quien se escapa un doloroso gemido.

- ¿Castigando? ¿Qué hizo mal mi padre?

- Rebelarse. - Declara la madre de Llapüd, mientras retira lentamente su falo del ano de su marido. - Tu padre estaba poniendo en peligro la integridad de esta familia. Él está equivocado, y le estoy mostrando su error. - Embistiendo con su pelvis, la despiadada señorita vuelve a penetrar a su esposo, quien empieza a soltar unas lágrimas. - De esta forma se mantiene la paz del hogar.

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