- ¿La paz del hogar?

- Observen bien, chicas. Esta será su labor cuando casen. - Lentamente, la señora inicia una pequeña danza, bombeando su falo postizo dentro de su adolorido e impotente esposo, quien no puede sino contemplar como aquella extremidad entra y sale repetidamente. - La paz del hogar, que es como la de nuestra querida confederación, de la cual depende nuestro futuro, solo se puede asegurar si la madre, como la gobernante, es capaz de ejercer su poder. De la violencia nace el poder, y del castigo nace el miedo a este poder. Para ejercer la violencia, una madre necesita de la lanza para matar a los invasores, y de este tipo de instrumentos para castigar a los esposos desobedientes. - La mujer se agarra su falo, hundiéndolo más en las carnes de su cónyuge.

- Pero estás haciendo sufrir a papá. Si haces esto, ¿no va a dejar de amarte?

- El amor es importante para una familia. Una madre debe buscar el amor de su esposo, pero también su miedo. Es el miedo lo que protege al hombre de si mismo, de cualquier insensatez que le surja. Y es el deber de la mujer proteger al hombre. Si hay que elegir entre ambas, es preferible ser temida que ser amada. - La impiadosa madre acelera el ritmo con el cual embiste a su esposo. Cada ligero alivio que el desdichado obtiene se desvanece al instante, ni bien la extremidad de su mujer vuelve a penetrarlo. El castigo se vuelve cíclico, golpeando en su cuerpo y mente de manera mecánica. - Después de todo, los hombres son mucho más revoltosos que los propios niños.

- Esto no parece ser lo correcto.

- Hija, si una mujer se molestara en aprender más del como debería obrar que del como realmente tiene que obrar, lo único que logrará será aprender a construir su propia ruina.

La señora embiste de manera más violenta contra las nalgas de su marido, mientras se aferra a su torso. Los lúbricos aplausos resuenan por todo el toldo. Conforme su pene se endurece, la mente del miserable esposo comienza a desvanecerse. La dama, regosijandose en todo su sadismo, empuja la cabeza contra la próstata de su cónyuge, castigandola con una vehemencia tan profunda, tan intensa como voluptuosa, como sórdida.

Un blancuzco y abundante chorro emana de aquella parte del desastrado muchacho, como si fuera una fuente, como si la vida se le escapara en ello. Los ojos de su dominante resplandecen, al ver caer la descarga sobre su torso. Su cuerpo se relaja, se doblega como un simple trapo. El aire se fuga de su ser en un sonoro suspiro. Su cabeza queda suspendida hacia atrás, reflejando una perdida casi total de conciencia, de voluntad, una entrega de su quebrado ser a su señora.

La satisfecha dueña, percatándose de los libidinosos líquidos que escapan de su ensanchada argolla, retira su postiza extremidad de su violado marido, exponiéndolo a la vista de las chicas. Acto seguido, pasa sus dedos por aquel rastro blancuzco y oloroso que él largo, y se lo enseña a sus espectadoras.

- Ven esto, señoritas. Esto es la prueba deque nuestro dominio es legitimo. Esto es la semilla del hombre, y solo la larga cuando goza, cuando se regocija en las voluptuosidades que les ofrecemos. Y uno de los mayores regocijos de un hombre son los castigos que la madre, su reina, les inflige, a quien los occidentalicos reconocen como su esposa. Nuestro poder nace de nuestra violencia. El placer de ellos nace de nuestro poder, de nuestra protección, nuestros caprichos y nuestros castigos, no importa cuanto luchen por negar ese hecho tan natural. Llapüd, me preguntaste sobre si papá iba a dejar de amarme. Yo te pregunto, ¿un hombre no dejaría de amar a su mujer si esta no lo complace? ¿Le daría su semilla si esta le permitiera hacer lo que quiera?

- Papá, ¿eso que mamá dice es verdad? - Pregunta Rayen, sin poner contener la duda que le carcome.

Sin que ella lo note, la dueña agarra los testículos de su maltratado marido, presionando levemente las uñas contra la blanda carne. El corazón se le encoge. De manera brusca y torpe su mente sale de su letargo.

- Sí... Yo no seria capaz de amar a tu madre... sin este placer que me hace sentir. - Alcanza a tartamudear el desgraciado padre.

- Lastima que el placer que vos me puedas dar no sea del todo equivalente. - Agreda la mordaz dama, apoyando su miembro de madera contra el de carne de su cónyuge. - Me sorprende que con ese tamaño hayas podido embarazarme. - Le susurra al oído, al mismo tiempo que su mano se dirige hacia ambos falos, a los cuales empieza a acariciar.


Bajo la cálida luz de una lampara, dentro de un gran toldo, una mujer de cabellos celestes se haya sentada en una silla de madera, algo simple pero elegante, leyendo un libro bastante bien cuidado. La muchacha, con la mirada clavada en cada letra de aquel manifiesto, encuentra algo, un capítulo en particular, que le llama la atención. Sus ojos se contraen levemente, y comienza recitar:

- "Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que ser temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas ala vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les hace bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues -como antes expliqué- ninguna necesidad tienes de ellos; pero cuando la necesidad se presenta, se rebelan." ¡Oh! Al final ustedes no son tan distintos de nosotras. ¿Lo ves, Daniel? Nosotras no somos brujas. Somos tan normales como la gente de Portuaria, o la de Samnitia. - Comenta la doncella, Llapüdrayen, en un tono irónico.

Un joven desastrado, Daniel, se haya arrodillado, desnudo, ante la imponente guerrera, con su cabeza colocada entre aquellos fuertes, firmes y finos muslos, con sus hombros sosteniendo las piernas de su captora.

- ¡Oh! Perdón. Por un momento olvidé que estabas ocupado degustando esta flor que tanto le gusta a los hombres. - Exclama la elfa, con un tono casi tan mordaz y atrevido como el de su madre.

La boca de Daniel recorre con delicadeza la expuesta abertura de su captora, pasando su lengua por aquellos labios, mezclando su saliva con los libidinosos fluidos, hasta alcanzar el clítoris. Acto seguido, cierra sus labios sobre aquel erecto trozo de carne y lo chupa con ímpetu.

- ¡Uh! Te haz vuelto bueno en esto. ¿Será por la doma o es tu forma de ser? Bueno,... supongo que la respuesta es obvia. - Comenta Rayen, mientras acaricia la cabeza de su sumiso.

Un leve estimulo recorre el cuerpo de Daniel, quien absorbe la punta de aquella flor con más fuerza. La lengua del desdichado frotándose con aquel punto de su argolla, libera una pequeña corriente de placer en Rayen.

El sometido gaucho no tarda en llevarla al clímax. Los espesos jugos de la guerrera emanan de su argolla, salpicando el rostro y la boca de Daniel. Un sonoro suspiro escapa de Llapüd, mientras observa a su prometido hundir el rostro en su cavidad, raudo a tomar hasta la última gota.

- Bien, Daniel. Muy bien. Tomalo. - Exclama con una libidinosa satisfacción Rayen. - Toma mi néctar. Atragantate con mis jugos de amor. Dame tu cuerpo, tu alma y tu semilla. Arrodillate ante mi poder, entrégate a mis caprichos, acepta mi amor y reconoceme como tu madre, como tu reina... ¡No! ¡Reconoceme como tu verdadero Dios! - La eufórica y lujuriosa raptora acaricia la cabeza de su esclavo, sin molestarse en mirar a sus apagados ojos.

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