Capítulo XVI

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Tras una larga noche de insomnio, la idea de ver al señor Rochester me inspiraba a la vez deseo y aprensión: quería volver a oír su voz, pero temía cruzarme con su mirada. Durante las primeras horas de la mañana esperé que irrumpiera en la sala de estudios de Adèle; no es que lo tuviera por costumbre, pero lo había hecho algunas veces anteriormente y yo estaba convencida de que ese día nos visitaría.

Sin embargo, la mañana transcurrió sin sobresaltos, sin que nada ni nadie interrumpiera el sosegado transcurso de las lecciones. Lo único extraordinario fue un cierto bullicio que llegó hasta nosotras poco después de desayunar, procedente de la habitación del señor Rochester. Distinguimos la voz de la señora Fairfax, la de Leah y la de la cocinera -la esposa de John-, e incluso el tono brusco de este último, cuando pronunciaban frases del estilo de: «¡Fue una suerte que el señor no ardiera en su cama!», «Siempre resulta peligroso dejar una vela encendida durante la noche», «¡Gracias a Dios que tuvo la suficiente serenidad como para acordarse del agua de la jarra!», «Me extraña que no despertara a nadie», «Esperemos que la noche en el sofá de la biblioteca no tenga como consecuencia un mal resfriado», etcétera.

Estas exclamaciones fueron seguidas por el rumor de escobas y otros útiles de limpieza, y cuando pasé por delante de la habitación para ir a comer, vi a través de la puerta que todo el aposento, a excepción de la cama sin hacer, había recuperado su aspecto habitual. Leah estaba encaramada al alféizar de la ventana, fregando los cristales que el humo había ennegrecido. Fui hacia ella porque me intrigaba saber qué explicación se había dado al asunto. Sin embargo, mientras avanzaba, descubrí que había una segunda persona en la sala, una mujer sentada junto a la cama, ocupada en la tarea de coser las anillas a las cortinas nuevas. Esta mujer no era otra que Grace Poole.

Estaba allí, con aquel aire formal y taciturno típico de ella, enfundada en su bata marrón, con el delantal a cuadros, el pañuelo blanco y la cofia. Parecía absorta en su cometido y nada había en sus vulgares facciones que revelara el pánico o la desesperación que cabría esperar ver reflejados en el semblante de una asesina que había sido descubierta, seguida hasta su guarida y (según yo creía) acusada por su presunta víctima del crimen que había intentado cometer. Yo no salía de mi asombro. Ella levantó los ojos y nuestras miradas se cruzaron: no se ruborizó ni perdió la compostura; nada en su expresión traicionaba la menor emoción, ya fuera culpabilidad o temor a las consecuencias.

-Buenos días, señorita -dijo en su habitual tono conciso y flemático antes de proseguir con su tarea.

«Esa absoluta frialdad está más allá de mi comprensión», pensé, y al momento decidí ponerla a prueba.

-Buenos días, Grace. ¿Ha pasado algo extraño? -pregunté-. Me pareció oír voces hace un rato.

-El señor, que estuvo leyendo en su cama y se durmió con la vela encendida. El fuego prendió en las cortinas; por suerte se despertó antes de que las llamas alcanzaran las sábanas o los muebles, y consiguió sofocarlas con el agua de la palangana.

-¡Qué raro! -dije en voz baja; luego, sin dejar de mirarla, continué-: ¿No despertó a nadie el señor Rochester? ¿Nadie le oyó moverse?

Ella volvió a alzar los ojos hacia mí, y esta vez pude vislumbrar en su expresión un rastro de sospecha. Antes de responder, se tomó la molestia de observarme con gran cautela.

-Señorita, usted ya sabe que el área del servicio está demasiado apartada; es improbable que los criados oyeran nada. Las habitaciones de la señora Fairfax y de usted son las que quedan más próximas a la del señor, pero la señora Fairfax dice que no oyó ningún ruido. La gente mayor suele tener el sueño pesado. -Se detuvo, y luego añadió con fingida indiferencia, pero en un tono significativamente marcado-: Sin embargo, usted es joven, señorita, y yo diría que tiene el sueño ligero. ¿Tal vez escuchó algo fuera de lo habitual?

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