La abuela salió a volar

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Se desdibujan los hilos de la tela de mezclilla, así que tiro de ellos, pero eso llama su atención y entonces sonríe

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Se desdibujan los hilos de la tela de mezclilla, así que tiro de ellos, pero eso llama su atención y entonces sonríe.

—¿De qué te ríes?

Nunca responde pero siempre sonríe cada vez que me mira, ¿podría ser algo en mi cara? Una expresión, una palabra o simplemente recuerda algo cada vez que alza la mirada. Es inescrutable. No puedo descifrar las arrugas que se deslizan en sus ojos y el hoyuelo que escarba en su mejilla.

Besa el dorso de mi mano pero no dice nada. Después se echa hacia atrás; su cabello vuela en infinitas hebras blancas y contrastan bien con su camisa, que lleva todos los colores del arcoiris.

La abuela apoya las manos en la madera clara de la mesa de picnic, a un lado descansan los restos de la sandia que habíamos llevado ese día para merendar. Sus ojos azules se cierran y respira profundo y con calma.

—¿En qué piensas?

Una vez más, abre los ojos, me observa y sonríe. La abuela Jena nunca habla con palabras, su voz es un misterio de muchos años, más sus brillantes gestos y miradas me dicen lo suficiente. La mayoría de las veces.

—¿Crees que el día está precioso?

Asiente para afirmar mis suposiciones, luego gira la cabeza y vuelvo a ver las hojas verdes de los árboles que saludan al cielo azul, las cremosas nubes se desenroscan con pereza y el sol es tan brillante que intento cubrirlo con mi pulgar, pero no se apaga.

Echando un vistazo sobre mi hombro, al poco tiempo antes de llegar aquí, seguía repasando nuestro camino.

En un principio me había limitado a cargar la cesta que almacenaba los alimentos y tejí su cabello en trenzas que no tardaron mucho en soltarse, ya que no contábamos con nada para hacer el nudo.

Ella sostuvo su sombrero
contra la brisa que corría, hasta que, en un pequeño descuido, este voló demasiado lejos como para que pudiésemos alcanzarlo. Caminamos entre dientes de león que siguieron flotando alrededor hasta que empecé a estornudar, y luego nos detuvimos frente a una rústica mesa de madera que cubría parcialmente la sombra de un árbol.

Ahora, la abuela movía sus labios silenciosa, en una canción que solo ella podía conocer, y prosiguió a enseñarme tal maravilloso sitio que tiempo atrás había descubierto por
sí misma, en compañía, quizás, de su persona más especial.

—¿Hemos estado aquí antes?

Una vez más asiente, el recuerdo podría haberse perdido entre muchos otros de mi infancia, pero el columpio que colgaba de una de las ramas del árbol lo recordaba de haberlo visto en alguna fotografía de los múltiples álbumes que la abuela coleccionaba.

—Tú solías empujarme en ese columpio, ¿no es verdad? —ni siquiera espero su respuesta para ponerme de pie y ofrecerle una mano para que haga lo mismo—. ¿Te gustaría intentarlo? Esta vez te daré el impulso yo.

Espero que tome asiento y se agarre de las cuerdas con fuerza antes de empujar suavemente su espalda. Casi siento como si pudiese quebrarla, y se aprieta mi corazón a medida que se me llenan los ojos de lágrimas.

Ella no necesita más que eso, agarra vuelo por sí misma.

Es una mujer que puede sola, y otra vez está sonriendo con los ojos cerrados. No necesito verla de frente para saberlo; su espalda se arquea como si le fuesen a salir unas alas y estoy riendo y llorando.

Es tan libre que duele verla.

No es solo mi abuela; es una mujer maravillosa y a su vez es tan suya que solo tenerla un minuto, un segundo, un instante, es un regalo del cielo.

Ese día mi abuela se hizo pequeñita a medida que su risa volvía a crecer.

El lenguaje de las letras pequeñas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora