CRISI UNDÉCIMA.

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El tejado de vidrio y Momo tirando piedras

Llegó la Vanidad a tal extremo de quien ella es que pretendió lugar, y no el postrero, entre las Virtudes. Dio para esto memorial en que representaba ser ella alma de las acciones, vida de las hazañas, aliento de la virtud y alimento del espíritu.

—No vive —decía— la vida material quien no respira, ni la formal quien no aspira. No hay aura más fragante ni que más vivifique que la Fama, que tan bien alienta el alma como el cuerpo, y es su purísimo elemento el airecillo de la honrilla. No sale obra perfecta sin algo de vanidad, ni se ejecuta acción bien sin esta atención del aplauso; parto suyo son las mayores hazañas, y nobles hijos los heroicos hechos. De suerte que sin un grano de vanidad, sin un punto de honrilla, nada está en su punto, y sin estos humillos, nada luce. No pareció del todo mal la paradoja, especialmente algunos de primera impresión, y a otros de capricho. Pero la Razón, con todo su maduro parlamento, abominando una pretensión tan atrevida:

—Sabed —dijo— que a todas las pasiones se les ha concedido algún ensanche, un desahogo en favor de la violentada naturaleza: a la Lujuria el matrimonio, a la Ira la corrección, a la Gula el sustento, a la Envidia la emulación, a la Codicia la providencia, a la Pereza la recreación, y así a todas las otras demasías. Pero a la Soberbia, mirad qué tal es ella, que jamás se la [ha] permitido el más mínimo ensanche; no hay que fiar, toda es execrable: ¡vaya fuera, lejos, lejos! Bien es verdad que el cuidado del buen nombre es una atención loable, porque la buena fama es esmalte de la virtud, premio que no precio; hase de estimar la honra, pero no afectar. Más precioso es el buen nombre que todas las riquezas; en no estando la virtud en su buen crédito, está fuera de su centro, y quien no está en la gloria de su buena fama, forzoso es que esté condenado al infierno de su infamia, al tormento de la desestimación, más insufrible a más conocimiento. Es la honra sombra de la virtud, que la sigue y no se consigue, huye del que la busca y busca a quien la huye; es efeto del bien obrar, pero no afecto; decorosa, al fin, diadema de la hermosísima virtud. Célebre puente, como tan temida, daba paso a la gran ciudad, ilustre corte de la heroica Honoria, aquella plausible reina de la estimación, y por eso tan venerada de todos. Era un paso muy peligroso, por estar todo él sembrado de perinquinosos peros en que muchos tropezaban y los más caían en el río del reír, quedando muy mojados y aun poniéndose de lodo, con mucha risa de la inumerable vulgaridad que estaba a la mira de sus desaires. Era de ponderar la intrepidez con que algunos, confiados, y otros, presumidos, se arrojaban (y los más se despeñaban) anhelando a pasar de un extremo de bajeza a otro de ensalzamiento, y tal vez de la mayor deshonra a la mayor grandeza, de lo negro a lo blanco, y aun de lo amarillo a lo rojo; pero todos ellos caían con harta nota suya y risa de los sabidores. Así le sucedió a uno que pretendió pasar de villano a noble, otro de manchado a limpio, diciendo que tras el sábado se sigue el domingo, pero él fue de guardar; no faltó quien del mandil a mandarín, y de mozo de ciego a don Gonzalo, y una otra muy desvanecida, de la verdura al verdugado. Quería una pasar por doncella, mas riéronse de su caída, como otro que quiso ser tenido por un pozo de ciencia, y fue un pozo de cieno.

No había hombre que no tropezase en su pero, y para cada uno había un sino. «Gran príncipe tal, pero buen hombre; ilustre prelado aquél, si fuera tan limosnero como nuestro arzobispo; gran letrado, si no fuera malintencionado. ¡Qué valiente soldado!, pero gran ladrón; ¡qué honrado caballero éste!, sino que es pobre; ¡qué docto aquél!, si no fuera soberbio. Fulano santo, pero simple. ¡Qué buen sujeto aquel otro y qué prudente!, pero es embarazado, muy bien entiende las materias, mas no tiene resolución. Diligente ministro, pero no es inteligente. Gran entendimiento, pero ¡qué mal empleado! ¡Qué gran mujer aquélla!, sino que se descuida; ¡qué hermosa dama!, si no fuera necia. Grandes prendas las de tal sujeto, pero ¡qué desdichado! Gran médico, [pero] poco afortunado: todos se le mueren. Lindo ingenio, pero sin juicio: no tiene sindéresis.» Así, que todos tropezaban en su pero; raro era el que se escapaba, y único el que pasaba sin mojarse. Topaba uno con un pero de un antepasado, y aunque tan pasado (nunca maduro), jamás se pudo digerir. Al contrario, otro daba de hocicos en el de sus presentes. Y caían todos en el río de la risa común.

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