(1) Capítulo ~ Layla

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¿Sabes Angie? Siempre he creído que nuestros nombres eran especiales por algún motivo en particular. En fin, dos grupos diferentes, de diferentes épocas y estilo nos dedicaron una canción. Y aún suenan esos acordes en mi cabeza, provenientes de esa época en que las dos nos sentábamos, una encima de la otra, en ese viejo sillón en el que solíamos tomar té.

Me levante demasiado temprano. Estaba claro que había tenido una pesadilla, pero por mucho que intenté acordarme mientras bajaba las escaleras de la litera, lentamente, sin llegar a tocar el suelo, no logré acordarme de la mayor parte del sueño. Solo tenía en mente unos ojos azules increíblemente fríos. Ese simple recuerdo me hizo dar un salto para caer de pies juntitos al suelo, en contacto con el mundo, sientiendo como la magnitud de la tierra se apoderaba de mi cuerpo y aplicaba presión sobre mí. Mi frente destilaba sudor aun, por lo que me puse la bata, el primer calzado que encontré (que fuero unas botas de lluvia de hombre horrendas) y decidí lavarme la cara e ir a dar un paseo por ese odioso bloque de pisos.

Ese edificio tenía cierto parecido a inmobiliario convencional… aunque no lo era. Por la noche se convertía en un palacio para mi… no, más bien una prisión de hielo. Era incapaz de salir a la calle, por lo que siempre me quedaba en una esquina, arrinconada, arrodillada cual niña asustadiza. No me gustaba nada en absoluto. Aunque… ¿Qué pretendía hacer yo en la calle? Por ese mismo motivo no me importaba tanto estar encarcelada, en cierto modo.

Arrastrando mi manta de lana verde, me senté en la esquina en la que solía sentarme cada noche de vela. Era cómoda. Me envolví con la manta y, sin motivo, me eche a llorar. Siempre lloraba sin razón alguna, era una costumbre. No lloraba porque me sintiera triste, nunca era por eso. Mi tristeza la expresaba gritando. Mi intención era sentirme acompañada, de alguna forma, por el calor interior que producía llorar. Mi pelo, suelto y revuelto, me abrigaba el cuello y las mejillas. No sollozaba, no cerraba y abría los ojos persistentemente para provocarme el llanto… Me salía solo. Creo que ahora entiendo que, en el fondo, si que me sentía triste, pero era demasiado arrogante para admitirlo. Todo se repetía cada noche, hasta que lograba ver el nacimiento del Sol, que ponía fin a mi expedición fuera de mi piso, pero esa noche, como todo inicio de historia, algo cambió. Las lágrimas corrían con prisas cara abajo hasta llegarme al cuello y algunas se quedaban en el hueco de la garganta, tal vez demasiado tensa. Yo observaba la gran esfera decrecida que se alzaba en esa noche despejada y entonces, allí estabas. Apareciste de la nada, con un chal echando entre los hombros y la melena rubio pajizo tan enmarañada que parecía un caniche de pelo rizado.

Te posaste, sin mirarme, en la balconada de ese séptimo piso, sin dirigir la palabra ni para saludar… aun sabiendo que estaba allí. Reconozco que yo tampoco quise entablar conversación, así que tu decisión me pareció acertada, aunque me sentí dolida al ver que nadie me prestaba atención… Necesitaba la atención de alguien.

¿Recuerdas? Nos quedamos allí, toda la noche. Tú fumando y yo llorando. Recuerda que en un momento de la noche empezaste a tararear mi canción, ‘Layla’, de Eric Clapton. Me pareció curioso que eligieses esa, en ese momento. Ahora sé que no lo hiciste al azar. Tu voz sonaba en la noche cual silbido del viento o curiosa melodía de un grillo. Tus palabras viajaban de rama en rama, cual oscuro gato escondiéndose entre maullido y maullido tu melodía saltaba, haciendo que la luna inacabada pareciese más grande y brillante de lo que realmente era. Mis lagrimas cesaros. Esa canción siempre me había llenado un poco el corazón, pero cantada por ti era como si las penas, los llantos… todos y cada uno de los males que me lo habían ensuciado se limpiaran por unos momentos. La letra llegó a su fin, y con ella mi efímera felicidad. Mi cara de asombro se transformo en llantos el mismo instante en que tus cuerdas vocales llegaron a entonar la última nota de mi balada. Hubo un gran silencio que tú adornaste con pequeñas caladas de tu cigarro.

-    ¿Bonita canción, eh… Layla?- Dijiste mientras echabas el humo por la nariz de una forma casi perfecta.

No te contesté. Supuse que seguirías hablando… fue así.

-    ¿Puedo alquilar esa habitación?

Esa vez tampoco contesté, pero creo que de alguna manera ya conocías mi respuesta. Me levanté con rigidez. Cualquiera hubiera dicho que parecía un robot. Mis acciones a partir de ese lapsus de tiempo que duró tu recital nocturno fueron pensadas antes. Tuve que ir dándome órdenes para que mi cuerpo reaccionara. ‘Camina, Layla’ o ‘Dirígete hacia el numero 905. Esa es tu casa. Saca las llave, Layla’. Cada vez que sonaba mi propio nombre en mi mente, esa asombrosa canción sonaba, adjunta a esa palabra como si fuera su apéndice.

Mi mano temblaba. La punta de la llave no acertaba en el cerrojo. Entonces… ¿te acuerdas? Me cogiste de la mano, que se calmó al instante, y me la besaste. Siempre has tenido los labios muy fríos. Y ese glacial beso fue el que sello el pacto que hice con el diablo… que hice contigo.

Me miraste a los ojos y entonces lo comprendí: azules, glaciales… No podían ser otros.

Lotus RojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora