veinticinco | final

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Aproximadamente un año después de esa revolcada épica, llegó un día oscuro y triste en la historia de mi vida, uno del que nadie se salvaba, uno del que ningún amante de la juventud deseaba oír: mi cumpleaños.

Sí, cumplía veintitrés, lo que para cualquiera era poco, pero para mí, Lydia Martin, era un horror. Los años me sentaban bien, lo sé, cada año me ponía más buena, lo sé, en un futuro sería una MILF, lo sé; sin embargo, esta era una crisis que sufría todos los años y nada ni nadie podría cambiarlo.

A menos que alguien apareciese y no me diera tiempo para pensarlo, como efectivamente ocurrió ya que, por si se olvidaban, tenía un vecino adicto a la cocaína (ya recuperado) que amaba aparecerse en las puertas de la gente. Y como ya era costumbre suya hacerme visitas fortuitas, supongo que en una de esas, revisando mis documentos, supo cuando era mi cumpleaños.

Y allí estaba, en mi puerta, con una bolsa de azúcar del tamaño de un saco de papas.

—Ya pagué mi deuda —dijo plantándola en el piso, junto al paraguas—. Feliz cumpleaños, ¿cuántos cumples, dieciséis?

—Gracias, qué dulce —agradecí conmovida.

—Sí, son ocho kilos de azúcar, espero que no seas diabética —se echó sobre el sofá—. Le pedí a mi abue que te hiciera un pastel pero no quiso la perra, dice que por la artritis. Yo tengo asma y no ando llorando.

—No importa, mi madre me traerá uno.

Era cien por ciento seguro que sería un pastel comprado, pero no la juzgaba, mi progenitora no se destacaba en la cocina. Y yo había salido igualita a ella. Las comidas siempre nos quedaban como nuestras almas: negras.

Como siempre, el niño se apoderó de mi televisor y empezó a ver los programas de compra-venta. A las once llegó Allison, con una bolsa de un marca de ropa que antes de entregármela, aclaró que podía cambiarse (ya me conocía), y yo le aseguré que me encantaría a pesar de que sabía que por dentro lo odiaría. Sorpresivamente, la desgraciada adquirió gusto por la moda durante los últimos meses y me cerró la boca con una chaqueta y un vestido floral divinos. Por fin había aprendido a combinar colores mi pimpollo.

Para las doce llegaban Scott y Stiles, que me trajeron un maldito mueble gigante envuelto en papel de regalo. Liam se adelantó y lo arrancó antes de que yo pudiese dar un paso. Era una biblioteca para mí sola. Con algunos libros de matemática incluídos. El regalo era de parte de Stiles. ¿Que si se había ganado mis bragas para esta noche? Totalmente.

Luego de que le agradeciese, se fue diciendo que ahora debía traer otro regalo y volvió cargando una maldita tabla de surf. Sí, una tabla de surf profesional de la altura de un ser humano.

—¿Para qué demonios quiero una tabla de surf en un monoambiente, Stiles?

—Quedará lindo colgado en la pared. Ahí arriba del sillón —al ver mi expresión, rodó los ojos—. Está bien, me la quedaré yo. Pero cuando la veas en mi departamento y te des cuenta de lo bien que queda, no te la devolveré.

Más tarde apareció mi madre, con un pastel comprado de fresas. Y un tiempo después vino Malia acompañada de Isaac, con helado y alcohol. Mi mamá regañaba a Liam por robarse una fresa del pastel. Stiles acomodaba la tabla de surf en el balcón. Scott e Isaac guardaban el alcohol mientras Malia y Allison, en el sofá, se burlaban de Stiles por no saber donde meter la tabla.

Así el día se pasó rápido y cuando comenzó a hacerse de noche, mi madre desapareció para irse a la caza de señores ricos. Qué podía decir, eran los genes, la putería corría por nuestras venas. Y resultaba que se estaba revolcando en secreto con mi doctor la hija de perra. Al menos tendría consultas gratuitas.

Finalmente, sin la presión de una vieja controladora como lo era mi madre, todos se apuraron a sacar el alcohol.

—¿Tú puedes tomar alcohol? —le preguntó Isaac a Liam, debatiéndose si entregarle una lata o no.

—Tengo dieciocho, perra.

—Muéstrame tu identificación, perra.

—Muéstrame la tuya, perra.

—¿Qué?

—¿Qué?

—Solo dale la lata, tengo hambre —los apuré, preparándome un taco.

Sí, era la única comida que los veinteañeros llamados Scott sabían hacer y no lo culpaba, eran sublimes.

—Oye Scott, estos tacos... —dijo Liam, saboreando, el nombrado lo miró orgulloso por su creación—, son la peor mierda que probé en mi vida. ¿Los cagaste o qué?

—¡Niño, estoy comiendo, no hables de caca en la mesa! —lo sermoneó Allison, que justo se había traído sopa de porotos marrones para comer, esos que parecen diarrea.

—Los hice con amor —agregó Scott, oliendo el taco.

—Están bien, Scott, era un chiste. Solo chequeaba si eres violento, pero no, así que estás aprobado para salir con Allison.

—Hermano, vivimos juntos hace más de un año —le recordó el moreno.

—¿Y eso me asegura que no eres violento? No, siguiente pregunta.

No jugamos ningún juego. Luego de la última vez aprendimos la lección: no permitir que Scott juegue a yo nunca nunca con diez litros de alcohol encima, porque es propenso a soltar tu secreto de que te embarazaste del ex de tu amiga y luego lo abortaste. En consecuencia, tu amiga te haría rodar por el suelo, te dejaría el ojo morado y luego perseguiría al ex con un bate por un estacionamiento.

Trajeron el pastel para cantarme el feliz cumpleaños y a pesar de que aquello fue una tortura para mí, siendo que el hecho de envejecer me producía arcadas y repulsión violenta, se sintió un poco lindo. Un poco nada más, dije.

Poco a poco, los soldados comenzaron a caer y llegó un momento en que los únicos que quedaban eran Liam y Stiles. Como cualquier persona decente haría en su cumpleaños, eché a Liam.

—Pensé que haríamos noche de películas —se quejó el rubio.

—No, se pospone, adiós.

—¿Pero él si puede quedarse, puta? —señaló a Stiles.

—¿Acaso tú le regalaste una tabla de surf? —se defendió el castaño.

—No.

—Exacto. Yo me lo gané. Ahora adiós, puta.

—¡Bien, puedes quedarte aquí, pero sin tocarla con tus sucias manos porque no me la aguantaré abortando de nuevo, embarazador de mujeres! Oye, espera, que dedos largos tienes —recordó que estaba enojado y se dirigió a la puerta—. ¡Me voy, y me llevo el azúcar!

Y arrastrando la bolsa de ocho kilos hacia afuera, se retiró indignado.

Volviendo a mi actividad favorita, me lancé sobre mi cama y alcé las cejas incitadoramente en dirección al que ahora era mi pareja estable ex-padre de feto abortado.

—Espero que hayas traído buenos condones.

Oh, Lydia, maldita perra insaciable adicta al sexo.

En mi momento de gloria absoluta algo tenía que suceder y como esta mierda de vida tenía problemas personales conmigo, tuve que interrumpir el momento para correr al baño. Todos los tacos de Scott, al inodoro.

—Lydia, ¿estás bien? —apareció Stiles.

Terminé de expulsarlos y suspiré estresada por haber cortado la calentura. Entonces miré a un punto fijo y caí en cuenta de que había vomitado, lo cual según mis cálculos la última vez no había sido una buena señal. Y volviendo a traumas del pasado, grité del pánico.

No de nuevo, no el maldito fettucine haciendo su resurrección.

Sí, señores y señoras, estaba ocurriendo otra vez.

Fin.

malia va a matarme | stydiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora