no soy mamá

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Con el sol saliendo y empezando a iluminar Gullyshore, Joane abrió los ojos y se aseguró de que Mario hubiese cumplido su palabra. Después de tener sexo, el chico había prometido marcharse para dejar espacio personal a Joane. No lo había pedido, pero era demasiado transparente y él había sido capaz de leer entrelineas. Se levantó de la cama más cansada que al acostarse y decidió no desayunar. No llegaría a tiempo a la biblioteca si se entretenía demasiado. Se vistió deprisa y salió veloz al encuentro de su moto. Últimamente iba más motivada al trabajo, pues desde que su amigo se mudase con Mark, llegaba mucho más pronto al campus y se pasaba siempre por la biblioteca. No tenían demasiado tiempo para hablar, pero verse ya la hacía sentir más acompañada. Aparcada la moto, la chica echó a correr hacia el edificio. Llegaba tarde pero aún podía excusarse con el tráfico o cualquier otra tontería. Nadie protestaría si se retrasaba únicamente un par de minutos y nadie lo hizo. Se sentó en el mostrador, dispuesta a comenzar sus tareas, pero antes dirigió su mirada a la mesa en la que las mañanas anteriores se había sentado su amigo. Aquella mañana la vio vacía. Le pareció extraño, pero cuando uno duerme acompañado, pueden surgir imprevistos. Joane sonrió, meneando la cabeza al pensar en lo cambiado que estaba Jack. Estaba ocupada revisando el correo electrónico de la biblioteca, respondiendo a mensajes y comentarios, por eso no se percató de que su teléfono vibraba sobre la mesa. Pasaron veinte largos minutos. La chica comenzó a pensar que quizá debería enviarle un mensaje a su amigo, sólo para asegurarse de que no le había ocurrido nada, y fue así como cogió el móvil y vio las dos llamadas perdidas de su madre. Puso su dedo sobre la opción de devolver la llamada. Nadie respondió. La chica dejó el móvil sobre la mesa nuevamente y volvió a concentrarse en sus obligaciones, pero su cabeza ya era incapaz de centrarse en nada que no fuesen aquellas llamadas. En unos pocos días había recibido más llamadas que en todo un año y cuando llamaba para saber qué estaba sucediendo, nadie respondía. 

Concentrada en sus pensamientos y con la mirada perdida en la pantalla del ordenador, Joane no se percató de que un chico alto y moreno la llamaba desde el otro lado del mostrador. Sólo levantó la mirada cuando el olor a café la rescató de sus preocupaciones. Los ojos oscuros de Mario la miraban con intriga desde sus casi dos metros de altura. 

— Buenos días, Srta. Bibliotecaria —la saludó mientras le ofrecía uno de los cafés—.

— ¿Y esto qué es? No será para mí, ¿verdad?

— Claro que sí. Un café descafeinado con sacarina, recién calentado para la reina del campus. 

Joane le quitó la tapa al vaso y miró el café. Sí, sólo era leche caliente. El sobre de café descafeinado y la sacarina los tenía al lado. Miró al chico, sorprendida. No recordaba haberle dicho cómo bebía el café, pero lo que más llamaba su atención era que Mario se hubiese acordado de eso. No, lo que más la alucinaba era que hubiese pensado en ella y le hubiese llevado un café a la biblioteca. 

— Te lo puedes beber, eh —le dijo él viendo que no reaccionaba—, te prometo que lo he pagado, no hay nada ilegal en esto. 

Joane se tapó la boca con la mano, pero su risa se escuchó de todas maneras. Al menos la biblioteca no estaba llena a aquellas horas. 

— No hagas eso. 

— ¿El qué? —dijo ella vertiendo el contenido de los sobres en la leche—.

— Taparte la cara cuando sonríes. Tienes una sonrisa preciosa. 

Joane levantó la mirada y sus ojos conectaron con los de aquel chico. Se había convencido de que aquella forma de ser tan dulce y esa tendencia a decirle cosas bonitas era algo cultural, pero lo cierto era que aún así se ponía algo nerviosa cuando Mario hablaba de aquella manera. El chico se echó hacia delante, apoyándose en el mostrador con los antebrazos, y de esa manera consiguió su objetivo: desayunar con Joane. No había pasado toda la noche con ella, pero eso no había sido un impedimento para empezar el día juntos. Así era Mario, un chico práctico. A pesar de que hablaba con normalidad, incluso más cariñosa que de costumbre, el chico percibió algo en su voz, pero no estaba seguro de preguntar por ello. Si Joane estaba preocupada o tenía algo que la estaba haciendo sufrir y aquel café la había ayudado a olvidarlo por un momento, Mario no quería estropearlo. No dijo nada. Simplemente se esforzó por mantenerla concentrada en él y en la conversación que estaban teniendo, y le funcionaba perfectamente. 

Con la coleta alta y las gafas puestas cambiaba bastante, pero Joane seguía siendo la chica más especial que Mario hubiese visto en su vida. De hecho, nunca antes se había acostado con la misma chica ni dos veces. Joane estaba demostrando lo que dijo aquella primera vez, después de cenar en el Kanagawa. Ella era diferente, al menos a lo que Mario había tenido anteriormente. 

— Me voy a tener que ir a clase.

— Ah, es verdad. Muchas gracias por el café, cielo. 

— ¿Cielo? Nunca me llamas así.

Joane lo miró sin pestañear. La había pillado, ni ella misma se había dado cuenta de que lo había llamado de aquella forma. Como fuese, ella no era una chica fácil de impresionar.

— Siempre hablo así con mis amigos y nosotros somos amigos, ¿no?

Mario sonrió, mordiéndose el labio inferior. La chica le devolvió una sonrisa y lo vio marcharse por la puerta, alejándose por el patio hacia el edificio de aulas en el que tenía clase. Todavía se preguntaba por qué lo había llamado cielo cuando su teléfono empezó a vibrar. Una nueva llamada de su madre la sacó del oasis de paz en el que Mario la había sumergido, pero aquella vez Joane fue rápida y se llevó una sorpresa. Al otro lado del teléfono, recibió una respuesta. 

— ¿Mamá? ¿Qué pasa?

— No soy mamá —dijo una vocecilla—.

Joane no supo reconocer aquella voz, no la había escuchado jamás, pero en su cerebro se había formado una idea, y no sabía cómo reaccionar ante aquella inesperada situación. 

 

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