Despertó tal como lo esperaba. Sola y vacía. Clifford se había ido, y junto a él, la felicidad de la noche anterior.
– Mickey, Mickey… ¿Podrías mirarme cuando te hablo? Se que no me estas escuchando –Mackenzie soltó brusca las latas de soda dentro del fregadero causando un gran ruido. Volteó y lo miró.
– ¿Qué quieres? –preguntó de mala gana. No tenía ganas de hablar con él esa tarde.
– Oye, ¿qué te ocurre?
Ella se encogió de hombros.
– Nada.
– Pues, deberías avisarle a tu rostro…
– ¿Por qué te vas? –escupió la pregunta que tanto deseaba hacerle desde hace mucho tiempo. Él la miró sin entender.
– ¿Por qué me voy? –Repitió– Estoy aquí Mickey…
– No Michael –gruñó con poca paciencia– No hablo de aquí. Ahora. Si no de esta mañana. Como todas.
El rostro de su amigo cambió completamente. Esta vez sí sabía a qué se refería.
– ¿A qué viene esa pregunta?
– Quiero saber por qué huyes antes de que… –los ojos de él se oscurecieron rápidamente y su mandíbula se tensó.
– Eso es algo que no te importa, Mackenzie.
¿Mackenzie? Él jamás decía su nombre. Solo cuando estaba… enojado. Cuando quiso abrir la boca y hablar, él ya había abandonado su apartamento. Huía. Como siempre.
¿Qué escóndes Michael?